Hace años leí sobre Antonio Aguilar, nacido en
Teruel, España, se trata de un buscador de historias que recorría con su cámara
fotográfica y su mochila los rincones más remotos del planeta, entre crónicas
varias contó que atravesó el desierto de Sahara uniendo las ciudades de
Nouadhibou y Zourat, en Mauritania, a bordo del mítico tren de hierro,
considerado el más largo del mundo, ya que arrastra una cadena de 300 vagones
que transporta alrededor de 22.000 toneladas de hierro desde la gigantesca mina
de Zourat, en mitad del Sahara, hasta su destino final en la costa mauritana.
Dicen que solo el último vagón es para pasajeros, donde sus viajeros, sentados en
tablones laterales y bebiendo té como lo indica la tradición, deben convivir en
penumbras, con velas pálidas que se encienden al caer el atardecer, mientras se
escuchan tambores gastados por el tiempo que cobran vida en medio del lento
chirrío de los vagones, cuyos rieles parecieran hundirse en la arena, surcando
un escenario tan silencioso como desolador.
Imaginemos el contexto, un tren polvoriento que
va surcando el amarillo del desierto con sus pesados metales, mientras el
sonido hipnótico de los tambores ejecutados por ignotos saharauis parecen darle
un sentido al entorno, una marca propia en el que no es imposible adivinar un
rasgo identitario. El aventurero español encontró las palabras adecuadas, dice
que cuando va avanzando, el tren del Hierro va profanando el desierto…
Es entonces donde uno se pregunta, desde la
lejanía cultural, por el sentido de ejecutar tambores dentro de un tren que
atraviesa la nada (o que todo lo atraviesa) donde lo que se observa desde los
médanos es una minúscula serpiente de hierro perdiéndose entre las dunas, en la
que solo una de sus escamas es un vagón cubierto de personas, sin saber que
allí, en esos habitáculos quejumbrosos, ocurren historias que muchos cuentan y
otros eligen recordar, es probable que en esa circunstancia, más que en ningún
otro lugar, tenga sentido hacer canciones como plegarias, estableciendo una
comunión con el contexto, un trance que acompañan los paisajes de las
ventanillas, con sus horizontes, sus camellos y sus nómades.
Todo es polvo que se levanta al paso del tren,
vidrios que parecen borroneados y una línea delgada del crepúsculo que no avisa
su penumbra, y que invariablemente lleva a cada pasajero a replegarse en sus
pensamientos, a dejarse vivir por el tiempo concedido.
Es posible adivinar a los turistas, a los hombres
del desierto en sus túnicas blancas, rojas y negras, a los músicos
improvisadores, a los contadores de cuentos, a los comerciantes que llevan sus
enseres al pueblo cercano ¿Cómo será el maquinista? Quien suscribe recuerda un viaje
en la trochita (antiguamente conocido como el “viejo expreso patagónico”),
partiendo desde el Maitén, provincia de Chubut, cuando en un momento el tren
paró para abastecerse, el maquinista se dejó fotografiar junto a la caldera,
parecía un personaje de Chaplín (el grandote de ojos claros y remera blanca que
peleaba en algunas películas con el gran Charles) no me olvido que las gentes
de los pueblos cercanos se acercaban a los cruces de vías para saludar al tren
que devolvía el gesto con la bocina, cada sonrisa, cada grito de júbilo, y de
fondo la inmensidad de las estepas, recuerdo a unos mapuches que eligieron
bajar antes de llegar a la estación, en medio de un promontorio árido, cubierto
de cardones, en dirección al este, vaya a saberse a cuantos kilómetros de sus
viviendas.
Los trenes tienen historias fascinantes, en el
que es probable mantener una conversación con un desconocido, cosa que en los
micros de larga distancia difícilmente ocurra, tal vez tenga que ver la
disposición de los asientos, esa idea de pertenecer a un vagón cuyas puertas lo
aíslan del resto de las formaciones, tal vez sean las vías, que marcan un rumbo
fijo en el que no es posible modificación alguna, acaso un espacio ambulante
comunitario, donde todos los presentes forman parte sin saberlo de un tejido en
el que cada historia se entremezcla, teniendo por desenlace el paraje final del
recorrido, allí cada uno recogerá lo que trajo para salir a continuar con su
destino, a dejarse vivir por el desierto, relatos de guerreros, comerciantes,
esclavos, viajeros, o como lo recordó Aguilar, de padres que llevan a sus hijos
a ver el mar.
Sobre viajeros y escritores
Esto me lleva a otras instancias (si hacemos de
cuenta que efectivamente estamos en ese tren y podemos tejer otras historias,
en apariencia vinculantes), la de quienes, al son de las percusiones, recitan
sus versos recurriendo a la memoria. Así lo ha testimoniado el poeta Arthur
Rimbaud en una de sus cartas, desde Abisinia, mientras se abría camino en el
África profunda, mediante la redacción de un informe geográfico publicado en
1884 por la Sociedad de Geografía. Se trata de la “Relación sobre el Ogaden”
donde el poeta francés, que si bien abandona la literatura pero no así la
escritura, refiere sobre algunos herreros ogadinos que deambulan entre las
tribus, fabricando hierros para lanzas y puñales. Según lo aseveró el autor de
Iluminaciones, “en su comarca estos hombres no conocieron, al parecer,
ningún mineral”.
Sobre estas tierras de hierbas altas, con zonas pedregosas que en aquellos años eran recorridas por exploradores y aventureros, Rimbaud testimonió sobre el modo de vida de aquellos hombres, por lo general se trataba de “musulmanes fanáticos. Cada campamento tiene su Imán, que canta la oración en las horas debidas. En cada tribu se encuentran los wodads (letrados); conocen el Corán y la escritura árabe y son poetas improvisadores”.
Se tratan de textos que trascienden el entorno, en el que los cronistas son por un momento testigos mudos de realidades ajenas, pero cuyas percepciones nos acercan a esos otros planos de la realidad, y ante lo cual solo cabe la gratitud sincera por haber compartido con palabras aquello cultivado por la memoria.
Tal vez sea por este motivo que vinculo estas
crónicas, históricamente los exploradores se abrieron paso en medio de lo
desconocido, y con sus escritos visualizaron realidades que solo tenían lugar
en los mitos, desde la época de Rimbaud muchas cosas cambiaron al momento de
reportar sobre culturas lejanas, y para ejemplo tenemos la historia de Antonio
Aguilar, que estuvo en ese desierto y que viajó en ese tren, acercándonos por
un momento los tiestos de un mundo que apenas caben en palabras.
Estuve allí, desde aquí, imaginando las ráfagas de viento del Sahara, mientras en algún rincón oscuro del último vagón un músico deja que su tambor lo lleve de regreso a casa.
Bibliografía consultada: El nómade: cartas de Jean Arthur Rimbaud en Abisinia / Jorge Monteleone. Buenos Aires : Adriana Hidalgo Editora
Abyssinia: revista de poesía y poética / Eudeba, Universidad de Buenos Aires, noviembre de 1999.
El tren mas largo del mundo / Antonio Aguilar
Nota: Se recomienda consultar el blog de Antonio
Aguilar: “Historias de nuestro planeta”:
http://www.historiasdenuestroplaneta.com/
donde podrán encontrar muchas otras historias. Las imágenes seleccionadas corresponden a dicho espacio.
Versión para El Orejiverde:
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/2885-sonidos-de-tambores-en-el-tren-de-hierro
Notas relacionadas:
Los tambores sagrados de Burundí
Máscaras, tambores y chamanes en Burkina Faso
Boniface Ofogo, la voz de los Ancestros
El África profunda en las fotografías de Leonce
Raphael Agbodjelou
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/1347-el-africa-profunda-en-las-fotografias-de-leonce-raphael-agbodjelou
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