En el año 2010, el documentalista Carlos Felipe Montoya
abordaba la inexorable realidad de las lenguas maternas que van muriendo con
sus últimos hablantes, tornando visible el trágico destino de las lenguas
indígenas del siglo XXI. En aquella ocasión, el “abuelo Noé” era considerado el
último hablante Ivo’tsa (conocidos como
Ocaina) de su pueblo. En 2015 el autor pudo presentar su documental Kome Urue:
los niños de la selva, donde intentó reflejar la vida de los pueblos de los
ríos. Noé Siake, destinatario de esa obra, partió junto con sus ancestros en
septiembre de 2016, luego de años de no
poder comunicarse en su propia lengua.
Buscando historias entre los ríos y las malocas
La historia de un hombre que podría ser el último
sobreviviente de un pueblo milenario es una versión contemporánea del fin de
los tiempos. Con él podría morir una lengua ancestral y con esa muerte se
apagaría el mundo. El cacique Noé Siake, el último abuelo ocaina de La
Chorrera, Amazonas, vivió en una maloca a orillas del río Igará Paraná. Cuando
el documentalista Carlos Felipe Montoya lo conoció, el “abuelo Noé” tenía 86
años y ya casi a nadie con quién hablar. Para llegar hasta él tuvo que
atravesar medio país, sobrevolando la selva. Para escuchar los últimos
destellos de su milenaria sabiduría, tuvo que perderse en las curvas
interminables de un río mágico que atraviesa un extenso territorio, alguna vez
mal conocido como “El paraíso del diablo”.
Se recomienda al final del texto la lectura de aquel viaje
relatado por el propio cineasta. Lo que resulta inevitable es recrear la vida
del cacique Noé Siake, en su maloca, donde apenas puede pronunciar unas pocas
palabras en español, logrando expresarse completamente en la lengua originaria
del pueblo Ivo’tsa, que según detallan algunas crónicas se encuentra en un
lento proceso de desaparición (una de las tantas lenguas amerindias
consideradas “moribundas” por los lingüistas),
Montoya comenta que las personas no son conscientes de que el
desarrollo del automóvil estuvo cimentado directamente sobre la sangre de miles
de indígenas amazónicos. Después de que John Dunlop inventara los neumáticos en
1887 y de que Henry Ford popularizara el automóvil en 1908, el caucho o siringa
se convirtió en el oro blanco de la selva. En La Chorrera estaba ubicada la
tenebrosa Casa Arana, un centro de acopio del caucho donde fueron esclavizados
los indígenas de los pueblos Uitoto, Muinane, Bora, y Ocaina. Los relatos de la
Casa Arana, hoy convertida por los propios indígenas en el colegio “Casa del
conocimiento”, son escalofriantes. Los nativos eran obligados a recolectar el
caucho que los ingleses y peruanos de entonces explotaban comercialmente. Si no
cumplían con un determinado peso semanal, familias y clanes enteros eran
cazados en la selva, esclavizados y exterminados. Algunas fuentes afirman que
en menos de diez años fueron asesinados sistemáticamente cerca de setenta mil
indígenas.
Don Isaac Siake, hijo del cacique Noé y por años uno de los
pocos hombres que pudo comprender algo de las palabras de su padre en lengua
ocaina, cuenta la historia: “Antes de llegar las caucherías, el pueblo de
nosotros estaba bien organizado y bien unido. Había buen gobierno, éramos tres
clanes divididos en unos veinte o veinticinco tótems. Cada tótem tenía su jefe
y cada clan también. Los jefes eran elegidos según sus méritos y el beneficio
real que prestaban a la comunidad. Cuando llegaron los peruanos a colonizar con
las caucherías, ese orden empezó a caer… Los caucheros cambiaron esa forma de
gobierno y obligaron a elegir como jefes a los que mejor les servían a ellos,
matando a los jefes naturales que estaban antes”.
“Entre esos jefes que sufrieron con la conquista de los
caucheros había gentes poderosas, descendientes de los sabios antiguos de
nuestro pueblo. Uno de esos abuelos predijo la llegada de los caucheros mucho
antes de que ocurriera, cincuenta años antes… Lo que él dijo se cumplió, él
comentaba a la gente que iban a ser esclavizados por el caos del caucho. Él
tuvo mucha fama y por eso lo recordamos. Su nombre era Cutsuvema y ese nombre
para que no se pierda yo lo adopté, ése nombre yo llevo, aunque yo no soy sabio…”,
cuenta Don Isaac y sonríe mientras sus ojos brillan en la oscuridad.
Escuchando en el mambeadero a los árboles que hablan
“Los caucheros descompusieron las cosas. Los capataces
ofrecían cambio de niños por hachas. Como aquí no había hachas, los caucheros
se llevaban a los niños para esclavizarlos y dejaban las hachas… Algunos se
revelaban contra eso y los mataban. Así, algunos de nuestros abuelos se
organizaron y combatían, atacando a los caucheros. Uno de los abuelos se reveló
y lo capturaron. Pero él era como muy misterioso y muy mágico. Lo metieron al
calabozo y ni se sabe cómo hizo para salir tres veces de ese calabozo. Según
dicen, él se regaba como agua, se convertía en agua y por debajo de esa
rendijita de la cárcel se salía. Se convertía en líquido, pasaba por agua y
después se convertía en persona” (al leer esto recuerdo algunas
conversaciones en la comunidad qom ubicada en Derqui, Buenos Aires, cuando
Roque López, artesano del barrio, me contó una experiencia entre chamanes de
Pampa del Indio, Chaco, su comunidad familiar, donde un anciano le pasó el
poder a su hijo, y en ese mismo momento una víbora salió debajo de la cama y se
perdió en el monte “allí estaba su Nnataq” dijo Roque, el médium o espíritu que
acompaña al chamán, su animal de poder, en ese instante el hijo de aquel padre
pudo empezar a curar a su aldea)
Montoya recrea las sensaciones que lo invadieron mientras
compartió conversaciones en el mambeadero de la maloca de Noé, lugar sagrado
donde los indígenas se reúnen cada noche bajo la guía de la coca y el tabaco.
Decía que su palabra no compite con el silencio, que “ellos han salido de la
tierra y sus rostros son rostros de árbol. En la maloka de Noé, frente al
cacique y a sus hijos, sentí por un momento estar rodeado de árboles que
hablaban…”
“Dicen que cuando el creador hizo firme ese pedacito de
nada del que salió la tierra y lo acercó, ahí había unas golondrinas y cuando
él puso el pie se asustaron y se fueron volando. Desde ese momento él se
convirtió en el dueño, creó la palabra de adueñarse. Y estando él encima de la
tierra, todo se volvió grandísimo. Pero no había nada, pura arena, era un
peladero. Y él pensó en el hombre que iba a crear, pensó qué iba a comer ese
hombre nuevo si no había nada. Así, él se arrancó un pedazo del pulgar, que era
largo. Se arrancó la mitad y la sembró. De ahí salió la yuca. Y luego él
escupió a la tierra y de su saliva creció el tabaco. Así, él comenzó a crear todo.
Ese asiento, en el que él estaba sentado, lo entregó a nuestros abuelos para
manejar la gente con esa palabra…”
Esa palabra es la que el documentalista esperó escuchar de
parte del cacique Noé. En las sucesivas
visitas a su maloca, corroboró como Don Noé mascullaba unas pocas palabras en
español. En cambio, se expresaba completamente en su lengua originaria, la
lengua del pueblo Ivo’tsa. Y es que los ocaina, nos recuerda Montoya, como
muchos pueblos nativos amazónicos, portan un nombre que no es su nombre
originario. Ocaina es un nombre que les han puesto desde el exterior y su auto
denominación original es Ivo’tsa (en otros casos se conocen como Dyo 'xaiya).
Este pueblo, que se confunde fácilmente entre los uitoto o
murui, tiene una lengua y una mitología diferenciada. En Colombia, la nación
que una vez floreció se reduce hoy a la maloca del cacique Noé. El canasto de
su sabiduría, al borde de la extinción, depende directamente de sus hijos,
especialmente de los mayores Alfredo e Isaac, que luchan contra el tiempo para
mantener viva una lengua y un mundo propios, un mundo que se escurre como agua
entre los dedos.
Los pueblos del río tienen relaciones fascinantes con la
palabra. Según el autor, una de las más maravillosas es la de los Ivo’tsa.
Isaac le traduce el relato que don Noé hace de una de las caras de su Dios,
Fañárema: “Fañá quiere decir algodón que es como blanco... La palabra que él
trajo es una palabra de blancura, de limpieza. El algodón es una cosa que no
pesa. Cuando uno examina la palabra, la palabra de uno es suave, es limpia, es
pura. Cuando la palabra es así limpia, pues nada le penetra. Nada puede entrar,
ni el mal, ni las enfermedades, nada, ni un problema. Y uno puede evitar
tranquilamente problemas, aunque haya, uno los arregla con mucha facilidad.
Entonces, ese es un símbolo de algodón, nada más, es una palabra para curar. Si
uno fuera necio uno puede decir que el Dios que llegó a los ocaina es un Dios
de algodón, pero no, es la palabra nuestra la que es así como algodón. Y el
nombre de él es Fañarema, es un Dios algodón, difícil de traducir al
castellano, pero es la palabra la que tiene esa forma, es una palabra de
algodón. Nosotros así lo creemos y así lo llamamos”.
Esto que hace referencia el documentalista es una dificultad
habitual entre distintas formas de conocimiento, la imposibilidad de entender
espiritualmente lo que los indígenas comparten dentro de su entorno, el sentido
grave de las palabras, la asociación con la complejidad propia de la naturaleza
y sus profundas interrelaciones cósmicas con el Universo que nos rodea.
En esta historia, que finalmente vio la luz en el documental
Kome Urue: los niños de la selva (un reflejo endógeno de una forma de vida que
corre riesgo de extinción, la de los paisanos que viven en los pueblos del río
de la selva amazónica), se perciben las dificultades del viaje que llevó
adelante el investigador, plagado de mapas imaginarios e imprecisos y de
temores propio de aquello que se desconoce –como las márgenes y afluentes de
los ríos, donde todo serpentea y calla–, de todo eso habla Carlos Felipe
Montoya en esta nota que desde el Orejiverde decidimos publicar luego de haber
leído sobre la partida del último Ivo’tsa, el mítico abuelo Noé, el árbol que
hablaba en su lengua originaria.
Fuente:
Revista Cromos
Kome
Urue. Los niños de la selva