La Coruña, febrero de 1940,
un médico marcha hacia una pequeña aldea en medio de un monte, va en una
carreta tirada por caballos, a seis horas de distancia lo espera una familia
para atender un parto, la madre soporta el inevitable trance, el médico
finalmente llega. A las pocas horas nace del vientre un varón, el hombre de la
camisa blanca comprueba que el niño está bien y se marcha dejando
instrucciones. Llega la noche, la madre empieza a sentir dolores, pasan las
horas, y con ellas el suplicio va extendiendo un ruego, un hilo de palabras que
apenas se murmuran. No es posible andar a caballo por entre medio de los
plateados árboles, hay que esperar a que amanezca, la mujer siente que no lo
puede soportar. Finalmente salen junto al alba, a buscar al doctor siguiendo
las pálidas huellas que la luna dejo olvidadas sobre el camino. El rocío que
parece callar entre la espesura, las tibias luces del amanecer, los amarillos
augurios que el viento desprende a su paso.
Veinticuatro horas después
el médico vuelve a entrar al hogar, revisa a la madre y sorprendido le dice “pero
acá hay otro”, era otro varón, que nació con asfixia, con sus ojeras
famélicas y azulinas, prácticamente sin respirar, ahogado después de estar en
el vientre materno un día más de lo permitido. El médico toma al bebe de los
tobillos, lo ubica en una vasija de hierro con agua fría y lo sacude para que
pueda respirar, el recién nacido es reanimado, empieza a llorar, el partero se
acerca al borde de la cama y cinematográficamente, le dice a la madre: "tome,
ahí tiene al otro". En un camastro de paja y tela, duerme su pequeño
hermano, el que salió primero al frío blanco y la lumbre cenicienta, había
nacido el miércoles 28 de febrero, lo llamaron Jesús, hijo de un destino que
nadie pudo comprender, moriría a los 3 años de una pulmonía, el bebé que nació
al otro día, lo anotaron el 29 de febrero de 1940, lo llamaron José, ese año
fue bisiesto.
Los padres eran campesinos,
se llamaban Pedro y Anita, compartían un linaje surcado por familias gallegas,
originado en alguna aldea medieval poblada de herreros y labradores, acaso
celtas, tenían una huerta con inmensos zapallos, algunas vacas y cabras. Aquel
niño perdería a sus padres entre los 4 y 12 años. La madre abrazó sus huesos a
un camposanto, aferrada a su aldea y a sus muertos, la temprana sepultura del
padre es una de las tumbas sin flores que circundan la única parroquia del
pueblo, “el templo agrícola de San Esteban de Lires”, donde pasan los que creen
por el Camino de Santiago.
Al poco tiempo el renacido
partía para Argentina en uno de esos barcos cargados de inmigrantes, buscando
salir de la pobreza y la locura, en la que por entonces estaba inmersa gran
parte de Europa, aquel adolescente escribe en una piedra “Adiós España
querida, ya nunca más te volveré a ver”. José se queda mirando el horizonte
hasta que su Galicia natal desaparece entre la bruma. El viaje es largo, dura
más de un mes, en medio del océano irrumpe una remembranza, la vez que siendo
niño arrojó una piedra a un hórreo de maíz. En el vaivén de la cubierta ve una
cifra de su pasado, las redes de pescadores que parecían atrapar peces de oro y
peces de plata, la caída del crepúsculo con los pies descalzos, la mañana
sepultada de rocío, en el que atravesó un campo blanquísimo poblado de zarzas.
Al llegar a Buenos Aires lo
esperaban unos familiares y un plato de comida, empezaría otra historia, detrás
quedaba la tristeza y el silencio grisáceo de una casa abandonada en medio del
monte, todo lo que había por delante era un fárrago de penas endurecidas por
los recuerdos, como si les fuera dado beber de un cuenco para aplacar el temor
de la sed, como si no existiera aquello que algunos llaman pasado.
Siempre pienso en esa
alocada carrera a caballo junto con los primeros rayos del amanecer, que
hubiera pasado si los animales se accidentaban en plena corrida por aquellos
terrenos irregulares, que hubiera pasado si el médico no estaba en su casa, o
si tal vez aquel hombre hubiera desistido de emprender nuevamente semejante
recorrido, o si hubiera llovido, con lo cual no se podría haber completado el
viaje en carreta. Que hubiera pasado si la madre se rendía, si ya no soportaba
más el dolor, si era mejor dejarse ir. Y siempre la respuesta es la misma, el
bebé no hubiera nacido y yo no estaría escribiendo este relato, porque aquel
niño que estuvo un día de más en el vientre materno era mi padre, los abuelos
paternos que nunca llegué a conocer.
Mi viejo siempre recuerda a
ese hermano con el que compartió una panza y del que apenas tiene registro de
su cara, siempre se le viene a la memoria el monte aquel en el cual creció, a
unos pocos metros del Mar Cantábrico, cuando bajaba corriendo hacia las frías
aguas de las rías, acarreando pequeños trozos de tiempo, mientras el mañana le
pertenecía.
Parecía compartir un
silencio entre la brisa, las piedras incrustadas de mejillones, los árboles que
semejaban susurrar entre las ramas, la nieve en la ventana de la
escuela…siempre es consciente que le arrancaron la infancia, y sin embargo supo
que tenía un destino, y que lo alcanzó lejos de su tierra natal. A los 20 años,
una noche de carnaval se encuentra con cinco mujeres vestidas de rojo con
lunares blancos, elige bailar con una de ellas, la que era distinta a todas. De
fondo se escuchaban gaitas, tenían en común las mismas colinas que sus huellas
fatigaron por los senderos de la niñez, los mismos anhelos de superar el
pasado, ocho años más tarde una familia estaba por nacer.
A veces la vida pende de
una brizna, los viñedos enmudecen al paso de los años, entre lejanos prados y
una hilera de camelias, donde barcos de piedra desaparecen al amanecer. Pronto
llega el día que nos calla, entre murmullos vanos y aleteos, buscando en el
piélago lo que parece titilar. Las luces que alguien apaga, el sueño que
finalmente nos vence.
El tiempo extiende un hilo
del cual no conocemos el principio, solo tenemos lo que nos contaron: cada
estrofa, cada guijarro, cada brisa ignota. Un simple ovillo que une lo
inextricable del devenir, como un silencio conjurado bajo una epifanía, que
guarda sin prisa su memoria en la arena.
Huellas que las olas se
olvidaron de olvidar.
Nada me costaría imaginar
cómo las ramas cubrieron esa casa, sin dejar que el viento la murmure, la casa
yerta entre los huertos apacibles, acaso un modo de reparar lo que no he
podido, volver atrás a ese único día, a un tiempo impreciso, en el que una familia
esperaba cobijar otro nombre.
Nuevamente este año es bisiesto.
Ya tengo más años que mi padre. En el jardín están creciendo zapallos que nunca
fueron plantados. A lo lejos, unos pájaros arrojan su fe.
La piedra que rompió el
hórreo aún no ha tocado el suelo. Todo lo nuevo vuelve a nacer.
Nota: El
texto fue seleccionado para la antología "Letras con morriña: relatos,
cuentos y poesías", publicado por Ediciones Clas, y presentado por el Centro
Lalín, Agolada y Silleda de Galicia en Buenos Aires, septiembre de 2023.