Espacio que pretende resguardar voces, experiencias y conocimientos desde el rol
social del bibliotecario. Documentación de archivos orales sobre el patrimonio cultural
intangible conservado en la memoria de los libros vivientes. Entrevistas, semblanzas,
historias de vida. Reflexiones en torno a la bibliotecología indígena y comunitaria.

lunes, 21 de mayo de 2018

La vestimenta que no se pudo desollar


Niall Ferguson, profesor e historiador británico, considerado en su momento una de las 100 personas más influyentes por la revista Times, compartió en su libro “Civilización: Occidente y el resto”, una serie de reflexiones entre las cuales se destaca una mención sobre el nacimiento de la sociedad de consumo, cuyo planteo ofrece una interesante paradoja en relación a las costumbres que se van modificando con el paso del tiempo. El catedrático de Harvard inicia el texto con una anécdota, que se trascribe a continuación:

En 1909, inspirado por una visita a Japón, el banquero y filántropo judío francés Albert Kahn se propuso crear un álbum de fotografías en color de gentes de todos los rincones del mundo. El objetivo, en palabras del propio Kahn, era "realizar una especie de inventario fotográfico de la superficie del mundo habitado y desarrollado por el hombre a comienzos del siglo XX". Creadas con el recién inventado proceso de la placa autocroma, las 72.000 fotografías y 100 horas de película de "los archivos del planeta" de Kahn muestran una deslumbrante variedad de aspectos e indumentarias de más de 50 países distintos: campesinos miserables del Gaeltacht irlandés, reclutas desaliñados de Bulgaria, intimidantes jeques de Arabia, guerreros desnudos de Dahomey, engalanados maharajes de la India, insinuantes sacerdotisas de Indochina, y vaqueros de mirada extrañamente impasible del salvaje oeste norteamericano. En aquel entonces, en una medida que hoy parece asombrosa, éramos lo que llevábamos puesto.

Hoy, un siglo después, el proyecto de Kahn resultaría más o menos absurdo, puesto que en la actualidad la mayoría de la gente de todo el mundo se viste de igual modo: los mismos vaqueros, las mismas zapatillas deportivas y las mismas camisetas. Hay solo un puñado de lugares donde la gente se resiste a la gigantesca apisonadora de la moda. Uno de ellos es el Perú rural. En las montañas de los Andes las mujeres quechuas todavía llevan sus vestidos y chales de vivos colores, y sus pequeños sombreros de fieltro, colocados con aire desenfadado y decorados con su insignia tribal. El único problema es que esa no es en absoluto la indumentaria tradicional quechua. Los vestidos, chales y sombreros son, de hecho, de origen andaluz, y fueron impuestos por el virrey español Francisco de Toledo en 1572, tras la derrota de Túpac Amaru. El atuendo femenino andino verdaderamente tradicional consistía en una túnica (anacu), asegurada en la cintura por una faja (chumpi), sobre la que se llevaba una capa (lliclla), que a su vez se sujetaba con un alfiler (tupu). Lo que llevan las mujeres quechuas hoy en día es una combinación de esta antigua indumentaria con la ropa que les ordenaron llevar sus amos españoles. Los populares sombreros hongos de las mujeres bolivianas vinieron más tarde, cuando llegaron los trabajadores británicos para construir los primeros ferrocarriles del país. Así, la moda actual entre los hombres andinos, que llevan ropa informal estadounidense, no es más que el último capítulo de una larga historia de occidentalización de la vestimenta.

Aquí Fergurson se pregunta ¿Qué tiene nuestra ropa que hace que otras gentes parezcan incapaces de resistirse a ella? ¿El hecho de vestirse como nosotros tiene algo que ver con que quieran ser como nosotros? Es obvio que aquí se trata de algo más que simple ropa. Se trata de abrazar toda una cultura popular que se difunde a través de la música y las películas, por no hablar de los refrescos y la comida rápida. Dicha cultura popular lleva consigo un sutil mensaje. Un mensaje que tiene que ver con la libertad, con el derecho a vestir o beber o a comer como a uno le plazca (aunque resulte ser del mismo modo que todos los demás).

Tiene que ver con la democracia, porque solo se fabrican los productos de consumo que la gente realmente quiere. Y, desde luego, tiene que ver con el capitalismo, porque las empresas han de obtener beneficios vendiendo tales cosas. Pero la ropa está en el corazón del proceso de occidentalización por una razón muy simple. La gran transformación económica que los historiadores denominaron hace ya mucho la revolución industrial -un salto cuántico en el nivel de vida material para una parte creciente de la humanidad- tuvo sus orígenes en la fabricación de tejidos. Fue en parte un milagro de fabricación en serie causado por una oleada de información tecnológica, que tuvo su origen en la anterior revolución científica, pero la revolución industrial no se habría iniciado en Gran Bretaña ni se habría extendido al resto del continente sin el desarrollo simultáneo de una sociedad de consumo dinámica, caracterizada por una demanda casi infinitamente elástica de ropa barata. La magia de la industrialización, aunque fuera algo que los críticos contemporáneos generalmente pasaron por alto, consistió en el hecho que el trabajador era también y al mismo tiempo un consumidor. El "esclavo del trabajo" también iba de compras; el proletario más humilde tenía más de una camisa y aspiraba a tener más de dos.

La sociedad de consumo resulta hoy tan omnipresente que es fácil suponer que ha existido siempre, pero en realidad es una de las innovaciones más recientes que propulsaron a Occidente por delante del resto del mundo. Su característica más asombrosa es su aparentemente irresistible atractivo. A diferencia de la medicina moderna, que a menudo se impuso por la fuerza a las colonias occidentales (el autor aborda dicha problemática en otro capítulo del libro), la sociedad de consumo es una "aplicación demoledora" que el resto del mundo generalmente ha deseado "recargarse". Incluso aquellos órdenes sociales explícitamente concebidos para ser anticapitalistas -sobre todo los diversos derivados de la doctrina de Karl Marx- han sido incapaces de evitarla. El resultado es una de las mayores paradojas de la historia moderna: el hecho de que un sistema económico diseñado para ofrecer infinitas opciones al individuo haya terminado por homogeneizar a toda la humanidad.

Hasta aquí la transcripción directa del quinto capítulo de “Civilización: Occidente y el resto”, sin dejar de lado el hecho de asumir (o indagar) que lo que históricamente el lector imaginó como algo genuino terminó siendo impuesto, es en este punto donde igualmente nos preguntamos ¿Qué hubiesen hecho los ancestros incas si Tupac Amaru no hubiese sido derrotado? ¿Alguien se hubiera imaginado a las comunidades andinas aceptando modas ajenas? Probablemente la sociedad de consumo tal como la plantea Ferguson no hubiese calado hondo en estas tierras, especialmente si consideramos que a pesar de la sistemática imposición registrada, las antiguas comunidades incas prevalecieron bajo una cultura de resistencia, visibles en algunas expresiones propias de los usos, hábitos y costumbres, entre las que se destacaron los vestidos tradicionales.

Manipulación cultural e identidad étnica

Por otro lado, no podemos dejar de remarcar el argumento sostenido por Jean-Jacques Decoster en su artículo “Identidad étnica y manipulación cultural: La indumentaria inca en la época colonial”, en donde deja en claro que la vestimenta precolonial andina - considerada una expresión semiótica de identidad - servía para expresar la pertenencia étnica y la condición (estatus) del individuo. Lo que vino con la conquista española fue un intento de homogeneización de las diferencias autóctonas a través de la imposición de una identidad indígena genérica.

Para el autor, los españoles que arribaron a estas orillas asumieron con el tiempo que las tierras bajo el control de los incas formaban un imperio cuya integridad política necesariamente acompañaba a una uniformidad étnica y cultural. De hecho, la colonización inca de la región había impuesto una unidad política, económica y, hasta cierto punto, ideológica. Pero fueron la conquista y la colonización españolas las que crearon e implementaron una identidad homogénea sobre aquella población múltiple, a través de políticas que reflejaban la percepción que los conquistadores tenían del indio como "otro" genérico. 

En este punto resulta válido el entendimiento que plantea Decoster, en el cual el uso secundario de la vestimenta empieza a tomar importancia -y su riqueza semiótica- a partir del surgimiento de sociedades pluriculturales o pluriétnicas. En situaciones de contacto o interacción cultural surge la necesidad de establecer la identidad propia y el reconocimiento inmediato del "otro" (un uniforme deportivo o militar, una túnica, un poncho), lo cual implica un proceso de identificación colectiva que se construye tanto desde adentro como desde afuera del grupo, y la identidad (citando a Barth F.) es tanto adquirida como atribuida, tanto absoluta como relativa. El poncho andino, con todas sus características de diseño y colores, al fin y al cabo sólo se puede identificar con una cierta localidad en virtual oposición o comparación con todos los demás ponchos de las demás comunidades. Identidad, para parafrasear a Derrida, sólo existe como diferencia. Sin este contraste, o fuera de contexto, el poncho se reduce a ser una manta, un abrigo, bello quizás, pero privado de su marco semiótico que informa su lugar preciso de origen.

Resulta esclarecedora la siguiente afirmación de Decoster:
Existe un aforismo en los estudios sobre identidad andina que dice que basta para un campesino abandonar su poncho y el uso del quechua para poder "pasar" como mestizo. Pero la realidad es mucho más sutil. A través del cambio de ropa, no hay trueque de identidad cultural. Más bien la identidad queda descartada. Y en este proceso de transformación cultural, el aspecto significativo no es la identidad que se adquiere: es la que se deja atrás. El individuo que sale de su pueblo y cambia su ropa tradicional por el vestido de los mestizos, se llama en quechua q'ala, desnudo. La fuerza de esta metáfora es tal, que los indígenas que viajan desde el pueblo de Q'eros al Cusco llevan encima de la ropa de su comunidad otro poncho de color plomo, similar al poncho asignado por los españoles. Este "poncho de arriba" les transforma, de q'eros fácilmente reconocibles, a una suerte de campesino genérico de las alturas. Sin embargo, no dejan su poncho q'eros en casa. Todavía lo llevan debajo de su poncho llano. El poncho es de verdad la piel social, para glosar a T. Turner, y no se la puede desollar.

Basta un ejemplo que de algún modo complementa el entendimiento de Ferguson sobre la imposición cultural manifestada en la vestimenta andina, según Decostér los conquistadores que llegaron al Cusco eran hombres solteros o solos, segundos hijos u hombres de clase baja en su propia tierra. Era imprescindible para ellos hacer alianzas matrimoniales con la nobleza local y casarse con princesas incas para mejorar su condición económica y social, y la de sus hijos mestizos. En consecuencia, para mantener su pretensión a la nobleza americana también era necesario mantener el estatus noble de los indios con cuyas hermanas se habían casado. Así, por ejemplo, a un inca y a sus descendientes, el bautismo en la fe cristiana les daba automáticamente el estatus de hidalgos y el derecho de usar el título de "don". Además, a esos miembros de la élite de la llamada República de Indios se les otorgó una serie de privilegios que vienen a ser indicios visuales de su condición de noble: llevar el uncu inca, pero también montar a caballo, por ejemplo.

Para el antropólogo francés existen indicios desde el siglo XVII que indican un cambio en el uso de la vestimenta indígena. En el lienzo guardado en la iglesia de La Compañía, en Cusco, que representa el matrimonio de la ñusta Beatriz con Martín García de Loyola, vemos que la madre de la princesa, Cusi Huarcay, lleva lo que corresponde a la vestimenta tradicional inca para mujeres de sangre real (ñañaca, lliclla y acso). Su hija, la ñusta, más bien lleva una variante españolizada de la misma, donde la ñañaca ha desaparecido y la lliclla se deja entrever debajo del manto español. No obstante, el mismo simbolismo del lienzo, la alianza de dos culturas, lleva a proponer que la españolización externa de la ñusta puede ser nada más que el presagio del mestizaje por venir.

La problemática es tan compleja que lo seguiremos tratando en otra oportunidad.

Fuente consultada:
El nacimiento de la sociedad de consumo. Capitulo 5: Consumo, Del libro “Niall Ferguson / Civilización: Occidente y el resto. Buenos Aires: Debate, 2012”.

Estudios Atacameños N° 29, pp. 163-170 (2005)
Identidad étnica y manipulación cultural: La indumentaria inca en la época colonial
Jean-Jacques Decoster. Consultar en:

Versión para El Orejiverde:
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/4235-la-vestimenta-que-no-se-pudo-desollar

sábado, 12 de mayo de 2018

El bibliotecario que siempre sonreía



A modo de prólogo, e inmerso en un mar de dudas, no sé si esta divagación que comparto representa lo que quiero relacionar, me motiva un entendimiento que sublima cualquier disquisición, la necesidad de considerar la profunda complejidad que encierra la frase “todo tiene que ver con todo”, vayan las disculpas sinceras por esta digresión.

Hace un tiempo leí sobre la función que cumple el ritornello en el plano de la música, un concepto abordado por Gilles Deleuze y Félix Guattari, en donde lo que se percibe es una intervención que marca el pulso de cualquier proceso creativo, se trata de una secuencia armónica, la repetición de un fragmento, que aparece en momentos clave, al principio, al final, pero sobretodo en la mitad de la composición (para el filósofo francés el concepto de pliegue, tal como lo analizó en Gottfried Leibniz, se da precisamente en el medio de toda construcción), son pequeños retornos que nos recuerdan la estructura, pero más que eso, le otorgan significado, dentro de un contexto signado por la arborescencia, cuyos movimientos guían el sentido de lo creado, marcando la sincronía en momentos específicos, sin necesidad de trazar dicha inserción en el perímetro bosquejado.

De algún modo se trata de algo que genera tranquilidad ante la inmensidad de lo desconocido, porque nos recuerda el sentido de la obra en medio de las constantes bifurcaciones si momentánemente nos permitiéramos un paréntesis conceptual, tiene sentido acercar una observación de Deleuze, cuando dice que en filosofía, a la hora de crear conceptos, suele suceder que algunos filósofos se sumergen en el caos, del que extraen unas determinaciones con las que harán los rasgos diagramáticos de un plano de inmanencia– nos pasa cada tanto como bibliotecarios en nuestra profesión, tomamos un concepto de una disciplina distinta, y lo insertamos en nuestro campo, adaptando sus componentes, propiciando un plano desde el cual articular nuevos entendimientos, si por ejemplo el concepto fuese el rol social bibliotecario, muchas ideas pertenecientes a la etnografía, antropología, filosofía, educación e incluso psicología pueden ser útiles para tornar vivible nuestra praxis profesional. Para que tal construcción sea posible se necesitan personas que vinculen datos, textos, documentos y teorías, según los perfiles de quienes incursionan en dichos temarios, y nada de todo esto es posible si no hay un profundo conocimiento entrelazado con una inquieta curiosidad.

Esta comprensión del ritornello (que básicamente es algo que se repite en determinadas secuencias dentro de la música), la podemos trasladar desde el punto de vista filosófico a todos los contextos posibles, ya que trata de un espacio creativo generado para que pasen cosas, pero sobre todo para crear líneas de fuga con las cuales investigar conceptos, olvidemos ahora lo que el ritornello significa para la música, pensemos en relación al alcance de lo que su naturaleza representa, es entonces que no puedo alejar de esta idea a lo realizado por Carlos Córdoba (quien por estos días, a un mes de su fallecimiento, es recordado ya con nostalgia por quienes tuvieron la suerte de compartir su tiempo), porque desde su intervención ha provocado que muchos profesionales de la información completaran ideas, capturando conceptos que podían funcionar en otros planos, y sobre todo habilitando la posibilidad de pensar, a veces incluso la sugerencia de una filmación provocaba una curva en el camino recto, esas cosas...

Oriundo de Quilmes, bien ya pueden decir los suyos “uno de los nuestros ha llegado muy lejos”, no solo por lo pensado sino especialmente por lo compartido, creo que no es posible cuantificar de algún modo las articulaciones que provocó este bibliotecario en su profesión, a cuantos hizo crecer, a cuantos ayudó a encontrar respuestas, a cuántos les alumbró senderos para terminar abriendo caminos, no es solo su inteligencia, su vocación y su capacidad, sino su gentileza, su sentido de empatía (esa palabra que tanto pronuncio últimamente y tan pocas veces encuentro representada), alguna vez leí que el yo es siempre una tercera persona, esto venía a cuento por el concepto de subjetivación que trabajó Michel Foucault, y cobraba sentido cuando se vislumbraba un acto creativo, que como podemos imaginar no se limita a lo artístico, sino que también es preciso hallar esta relación en el territorio de las ideas, sea cual sea la profesión.

He aquí “uno de los nuestros”, ahí está su obra, solo que para dimensionarla va a haber que registrar el efecto de la multiplicación en las innumerables personas que aprendieron a su lado (felices los felices), y que de aquí en más desparramarán por los infinitos campos interdisciplinarios todo lo que saben, es así que en cada texto, en cada artículo, en cada acción, en cada imagen del pensamiento, habrá alguien haciendo algo porque Carlos Córdoba lo generó, y eso no se olvida nunca, y eso no termina nunca de crecer.

Se trató de un buen tipo, que según dicen, sonreía siempre, y que en el momento menos esperado sus palabras llegaban bajo la forma de un abrazo, pero también se trató de un excelente profesional, que honró con su sensibilidad el noble espacio de las bibliotecas, será por eso que me parece injusto este silencio, que tuve estos motivos para escribir sobre alguien que apenas conocí en persona, pero de la que me hablaron tanto desde diferentes situaciones, contextos y lugares, y en todas esas experiencias siempre hubo una respuesta y una sincera ayuda que hoy muchos recuerdan con cariño.

Gracias a personas como Carlos Córdoba, los bibliotecarios nos convertimos siempre en otra cosa, y renacemos en ideas nuevas, rodeados de rostros agradecidos.

Fuente:
Quilmes le debe un homenaje a Carlos Alberto Córdoba:
http://www.perspectivasur.com/3/nota.php?nota_id=72000

¿Qué es la filosofía? / Gilles Deleuze y Félix Guattari. Barcelona : Anagrama, 1993.

jueves, 10 de mayo de 2018

Versiones de la Patagonia ultrajada


Para el poeta, ensayista y traductor Jorge Fondebrider, la Patagonia, “tierra de pedregales, donde empollan los pingüinos, donde las orcas se comen a los lobos y donde varan las ballenas", ha sido y sigue siendo una fuente inagotable de mitos y relatos. No es casual que bajo este entendimiento el autor se apoye conceptualmente en una cita borgeana que figura en “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuando afirma que “la historia no es una indagación de la realidad, sino su origen mismo”, incluso Borges va más allá al preguntarse ¿qué es la historia sino nuestra imagen de la historia?, para Fondebrider ambas afirmaciones apuntan a lo mismo: una cosa son los hechos concretos; otra, lo que la Historia hace con ellos.

Detenerse en este libro es navegar por varios ríos a la vez, se trata de una narración a varias voces, realizada por cronistas de diversas épocas y latitudes: viajeros, aventureros, científicos, militares, políticos, sacerdotes, historiadores. Todos, parafraseando a Gilles Deleuze, aportan un cauce, un arroyo, un lugar, una batalla. Es el paso del tiempo el que resignifica lo narrado, añadiendo mitos a las crónicas, envolviendo recuerdos con mantos de leyenda, entre los textos se desprende uno que me inquietó por su crueldad, es el capítulo que Fondebrider dedica a los Selk’nam, etnia que muchos conocen bajo la mención de onas, nombre que le dieron los yámanas, canoeros del sur, a sus vecinos del norte. Según estos registros los Selk’nam estaban establecidos en la mayor parte del territorio de la Isla Grande, su territorio abarcaba estepas y parques boscosos, en su lengua, párik era la región de praderas que hay al norte del Río Grande y hérsk, la zona boscosa del sur. Cada familia Selk’nam poseía un territorio privado, al que denominaban haruwen, en donde vivieron de la caza de guanacos, hasta que la llegada de los blancos agudizó una problemática que los libros de historia no documentaron exhaustivamente. Afirma el autor que en 1879, el teniente de la Marina chilena Ramón Serrano Montaner, miembro de la Comisión Chilena de Límites, descubrió oro aluvial, lo cual generó un enorme contingente de aventureros que llegaron desde diferentes puertos en donde irremediablemente tuvieron enfrentamientos con los paisanos del sur. A partir de la firma del tratado de límites entre Chile y Argentina en 1881, los gobiernos de ambos países empezaron a hacer grandes ventas públicas de tierras. En 1897 se introdujeron enormes cantidades de ovejas en la isla. El choque cultural entre los Selk’nam y los ganaderos resultó trágico. Fondebrider señala que las ovejas empiezan a quitarle las mejores pasturas a los guanacos, lo cual implicó una disminución del número de animales originarios, esta situación llevó a los Selk’nam a matar ovejas y en consecuencia generar un conflicto con los estancieros.

He aquí donde aparece la crónica de un tal Alexander MacLennan, un escocés contratado por el estanciero José Menéndez para “limpiar de indios las propiedades”. A una libra esterlina por cada cráneo de Selk’nam muerto, MacLennan tuvo un buen negocio por delante, y en una ocasión encontró el modo adecuado de hacerse de una buena suma. Con el pretexto de establecer un cese de hostilidades, el “Chancho Colorado” –apodo de MacLennan– decidió reunir a varios cientos de paisanos en Cabo Domingo o cabo Peñas (según las distintas versiones), en una de ellas el asesino a sueldo ofreció a los indios un banquete convenientemente regado de alcohol, cuando estuvieron del todo borrachos, hizo formar en semicírculo a sus esbirros y los liquidó a todos a tiros, dicen las versiones que eran unos quinientos Selk’nam los que murieron aquel día. Las crónicas se entrecruzan, con diferencias en cuanto a las estadísticas que en verdad no importan, no es el número lo más trascendente, el tema es lo que la historia hizo con esos hechos concretos. Para el autor las desventuras de los Selk’nam no concluyen con las matanzas ni con los conflictos entre grupos, y para mayor ilustración cita el caso  de un grupo de Yámanas –cuatro varones, cuatro mujeres y tres niños– que en 1881 fueron capturados y llevados a Europa para exhibirlos en circos franceses y alemanes. Existen muchas de esas historias en donde los indígenas eran presentados como caníbales, puestos en jaulas como si fueran animales, y con varios días sin comer, con lo cual el “espectáculo” consistía en arrojarles carne cruda cuando la carpa se llenaba de visitantes, para los parisinos era algo único, entonces lo mínimo que cabe pensar, a 137 años de semejante escenario, es cuanto de humanidad se perdió en el exacto momento de permitir esa cruenta locura, y que la sociedad “civilizada” no repudiara ese escarnio y esa humillación.

Fondebrider observa que las versiones difieren, y que es muy probable que ninguna sea completamente cierta. Lo importante, en todo caso, es que esos indios fueron transportados a algún punto de Europa para ser exhibidos, que muchos murieron en el mar, y que el gobierno argentino, como en muchos otros casos, y por los motivos que fueren (geopolíticos, económicos), brilló por su ausencia, dejando que los estancieros se excedieran con los paisanos. Todo lo que vino después –la paulatina aculturación de los Selk’nam sobrevivientes hasta su desaparición como etnia– es parte de una triste historia conocida, de esas que sumadas a otras, hicieron de la Argentina el “país que no fue”.

Fuente consultada:

Borrero, José María. La Patagonia trágica. Asesinatos, piratería y esclavitud, Ushuaia, Zagier y Urruty Publicaciones, 1989.

Fondebrider, Jorge. Versiones de la Patagonia. Buenos Aires: Emecé, 2003.

Versión para El Orejiverde:
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/4181-versiones-de-la-patagonia-ultrajada