Niall
Ferguson, profesor e historiador británico, considerado en su momento una de
las 100 personas más influyentes por la revista Times, compartió en su libro
“Civilización: Occidente y el resto”, una serie de reflexiones entre las cuales
se destaca una mención sobre el nacimiento de la sociedad de consumo, cuyo
planteo ofrece una interesante paradoja en relación a las costumbres que se van
modificando con el paso del tiempo. El catedrático de Harvard inicia el texto
con una anécdota, que se trascribe a continuación:
En
1909, inspirado por una visita a Japón, el banquero y filántropo judío francés
Albert Kahn se propuso crear un álbum de fotografías en color de gentes de
todos los rincones del mundo. El objetivo, en palabras del propio Kahn, era
"realizar una especie de inventario fotográfico de la superficie del mundo
habitado y desarrollado por el hombre a comienzos del siglo XX". Creadas
con el recién inventado proceso de la placa autocroma, las 72.000 fotografías y
100 horas de película de "los archivos del planeta" de Kahn muestran
una deslumbrante variedad de aspectos e indumentarias de más de 50 países
distintos: campesinos miserables del Gaeltacht irlandés, reclutas desaliñados
de Bulgaria, intimidantes jeques de Arabia, guerreros desnudos de Dahomey,
engalanados maharajes de la India, insinuantes sacerdotisas de Indochina, y
vaqueros de mirada extrañamente impasible del salvaje oeste norteamericano. En
aquel entonces, en una medida que hoy parece asombrosa, éramos lo que
llevábamos puesto.
Hoy,
un siglo después, el proyecto de Kahn resultaría más o menos absurdo, puesto
que en la actualidad la mayoría de la gente de todo el mundo se viste de igual
modo: los mismos vaqueros, las mismas zapatillas deportivas y las mismas
camisetas. Hay solo un puñado de lugares donde la gente se resiste a la
gigantesca apisonadora de la moda. Uno de ellos es el Perú rural. En las
montañas de los Andes las mujeres quechuas todavía llevan sus vestidos y chales
de vivos colores, y sus pequeños sombreros de fieltro, colocados con aire
desenfadado y decorados con su insignia tribal. El único problema es que esa no
es en absoluto la indumentaria tradicional quechua. Los vestidos, chales y
sombreros son, de hecho, de origen andaluz, y fueron impuestos por el virrey
español Francisco de Toledo en 1572, tras la derrota de Túpac Amaru. El atuendo
femenino andino verdaderamente tradicional consistía en una túnica (anacu),
asegurada en la cintura por una faja (chumpi), sobre la que se llevaba una capa
(lliclla), que a su vez se sujetaba con un alfiler (tupu). Lo que llevan las
mujeres quechuas hoy en día es una combinación de esta antigua indumentaria con
la ropa que les ordenaron llevar sus amos españoles. Los populares sombreros
hongos de las mujeres bolivianas vinieron más tarde, cuando llegaron los
trabajadores británicos para construir los primeros ferrocarriles del país.
Así, la moda actual entre los hombres andinos, que llevan ropa informal
estadounidense, no es más que el último capítulo de una larga historia de
occidentalización de la vestimenta.
Aquí
Fergurson se pregunta ¿Qué tiene nuestra ropa que hace que otras gentes
parezcan incapaces de resistirse a ella? ¿El hecho de vestirse como nosotros
tiene algo que ver con que quieran ser como nosotros? Es obvio que aquí se
trata de algo más que simple ropa. Se trata de abrazar toda una cultura popular
que se difunde a través de la música y las películas, por no hablar de los
refrescos y la comida rápida. Dicha cultura popular lleva consigo un sutil
mensaje. Un mensaje que tiene que ver con la libertad, con el derecho a vestir
o beber o a comer como a uno le plazca (aunque resulte ser del mismo modo que
todos los demás).
Tiene
que ver con la democracia, porque solo se fabrican los productos de consumo que
la gente realmente quiere. Y, desde luego, tiene que ver con el capitalismo,
porque las empresas han de obtener beneficios vendiendo tales cosas. Pero la
ropa está en el corazón del proceso de occidentalización por una razón muy
simple. La gran transformación económica que los historiadores denominaron hace
ya mucho la revolución industrial -un salto cuántico en el nivel de vida
material para una parte creciente de la humanidad- tuvo sus orígenes en la
fabricación de tejidos. Fue en parte un milagro de fabricación en serie causado
por una oleada de información tecnológica, que tuvo su origen en la anterior
revolución científica, pero la revolución industrial no se habría iniciado en
Gran Bretaña ni se habría extendido al resto del continente sin el desarrollo
simultáneo de una sociedad de consumo dinámica, caracterizada por una demanda
casi infinitamente elástica de ropa barata. La magia de la industrialización,
aunque fuera algo que los críticos contemporáneos generalmente pasaron por
alto, consistió en el hecho que el trabajador era también y al mismo tiempo un
consumidor. El "esclavo del trabajo" también iba de compras; el
proletario más humilde tenía más de una camisa y aspiraba a tener más de dos.
La
sociedad de consumo resulta hoy tan omnipresente que es fácil suponer que ha
existido siempre, pero en realidad es una de las innovaciones más recientes que
propulsaron a Occidente por delante del resto del mundo. Su característica más
asombrosa es su aparentemente irresistible atractivo. A diferencia de la
medicina moderna, que a menudo se impuso por la fuerza a las colonias
occidentales (el autor aborda dicha problemática en otro capítulo del libro),
la sociedad de consumo es una "aplicación demoledora" que el resto
del mundo generalmente ha deseado "recargarse". Incluso aquellos
órdenes sociales explícitamente concebidos para ser anticapitalistas -sobre
todo los diversos derivados de la doctrina de Karl Marx- han sido incapaces de
evitarla. El resultado es una de las mayores paradojas de la historia moderna:
el hecho de que un sistema económico diseñado para ofrecer infinitas opciones
al individuo haya terminado por homogeneizar a toda la humanidad.
Hasta
aquí la transcripción directa del quinto capítulo de “Civilización: Occidente y
el resto”, sin dejar de lado el hecho de asumir (o indagar) que lo que
históricamente el lector imaginó como algo genuino terminó siendo impuesto, es
en este punto donde igualmente nos preguntamos ¿Qué hubiesen hecho los
ancestros incas si Tupac Amaru no hubiese sido derrotado? ¿Alguien se hubiera
imaginado a las comunidades andinas aceptando modas ajenas? Probablemente la
sociedad de consumo tal como la plantea Ferguson no hubiese calado hondo en
estas tierras, especialmente si consideramos que a pesar de la sistemática
imposición registrada, las antiguas comunidades incas prevalecieron bajo una
cultura de resistencia, visibles en algunas expresiones propias de los usos,
hábitos y costumbres, entre las que se destacaron los vestidos tradicionales.
Manipulación
cultural e identidad étnica
Por
otro lado, no podemos dejar de remarcar el argumento sostenido por Jean-Jacques
Decoster en su artículo “Identidad étnica y manipulación cultural: La
indumentaria inca en la época colonial”, en donde deja en claro que la
vestimenta precolonial andina - considerada una expresión semiótica de
identidad - servía para expresar la pertenencia étnica y la condición (estatus)
del individuo. Lo que vino con la conquista española fue un intento de
homogeneización de las diferencias autóctonas a través de la imposición de una
identidad indígena genérica.
Para
el autor, los españoles que arribaron a estas orillas asumieron con el tiempo
que las tierras bajo el control de los incas formaban un imperio cuya
integridad política necesariamente acompañaba a una uniformidad étnica y
cultural. De hecho, la colonización inca de la región había impuesto una unidad
política, económica y, hasta cierto punto, ideológica. Pero fueron la
conquista y la colonización españolas las que crearon e implementaron una
identidad homogénea sobre aquella población múltiple, a través de políticas que
reflejaban la percepción que los conquistadores tenían del indio como
"otro" genérico.
En
este punto resulta válido el entendimiento que plantea Decoster, en el cual el
uso secundario de la vestimenta empieza a tomar importancia -y su riqueza
semiótica- a partir del surgimiento de sociedades pluriculturales o
pluriétnicas. En situaciones de contacto o interacción cultural surge la
necesidad de establecer la identidad propia y el reconocimiento inmediato del
"otro" (un uniforme deportivo o militar, una túnica, un poncho), lo
cual implica un proceso de identificación colectiva que se construye tanto
desde adentro como desde afuera del grupo, y la identidad (citando a Barth F.)
es tanto adquirida como atribuida, tanto absoluta como relativa. El poncho
andino, con todas sus características de diseño y colores, al fin y al cabo
sólo se puede identificar con una cierta localidad en virtual oposición o
comparación con todos los demás ponchos de las demás comunidades. Identidad,
para parafrasear a Derrida, sólo existe como diferencia. Sin este contraste, o
fuera de contexto, el poncho se reduce a ser una manta, un abrigo, bello quizás,
pero privado de su marco semiótico que informa su lugar preciso de origen.
Resulta
esclarecedora la siguiente afirmación de Decoster:
Existe
un aforismo en los estudios sobre identidad andina que dice que basta para un campesino
abandonar su poncho y el uso del quechua para poder "pasar" como
mestizo. Pero la realidad es mucho más sutil. A través del cambio de ropa, no
hay trueque de identidad cultural. Más bien la identidad queda descartada. Y en
este proceso de transformación cultural, el aspecto significativo no es la
identidad que se adquiere: es la que se deja atrás. El individuo que sale de su
pueblo y cambia su ropa tradicional por el vestido de los mestizos, se llama en
quechua q'ala, desnudo. La fuerza de esta metáfora es tal, que los
indígenas que viajan desde el pueblo de Q'eros al Cusco llevan encima de la
ropa de su comunidad otro poncho de color plomo, similar al poncho asignado por
los españoles. Este "poncho de arriba" les transforma, de q'eros fácilmente
reconocibles, a una suerte de campesino genérico de las alturas. Sin embargo,
no dejan su poncho q'eros en casa. Todavía lo llevan debajo de su poncho llano.
El poncho es de verdad la piel social, para glosar a T. Turner, y no se la
puede desollar.
Basta
un ejemplo que de algún modo complementa el entendimiento de Ferguson sobre la
imposición cultural manifestada en la vestimenta andina, según Decostér los
conquistadores que llegaron al Cusco eran hombres solteros o solos, segundos
hijos u hombres de clase baja en su propia tierra. Era imprescindible para
ellos hacer alianzas matrimoniales con la nobleza local y casarse con princesas
incas para mejorar su condición económica y social, y la de sus hijos mestizos.
En consecuencia, para mantener su pretensión a la nobleza americana también era
necesario mantener el estatus noble de los indios con cuyas hermanas se habían
casado. Así, por ejemplo, a un inca y a sus descendientes, el bautismo en la fe
cristiana les daba automáticamente el estatus de hidalgos y el derecho de usar
el título de "don". Además, a esos miembros de la élite de la llamada
República de Indios se les otorgó una serie de privilegios que vienen a ser
indicios visuales de su condición de noble: llevar el uncu inca, pero
también montar a caballo, por ejemplo.
Para
el antropólogo francés existen indicios desde el siglo XVII que indican un
cambio en el uso de la vestimenta indígena. En el lienzo guardado en la iglesia
de La Compañía, en Cusco, que representa el matrimonio de la ñusta Beatriz
con Martín García de Loyola, vemos que la madre de la princesa, Cusi Huarcay,
lleva lo que corresponde a la vestimenta tradicional inca para mujeres de
sangre real (ñañaca, lliclla y acso). Su hija,
la ñusta, más bien lleva una variante españolizada de la misma, donde
la ñañaca ha desaparecido y la lliclla se deja entrever
debajo del manto español. No obstante, el mismo simbolismo del lienzo, la
alianza de dos culturas, lleva a proponer que la españolización externa de
la ñusta puede ser nada más que el presagio del mestizaje por venir.
La
problemática es tan compleja que lo seguiremos tratando en otra oportunidad.
Fuente
consultada:
El
nacimiento de la sociedad de consumo. Capitulo 5: Consumo, Del libro “Niall
Ferguson / Civilización: Occidente y el resto. Buenos Aires: Debate, 2012”.
Estudios
Atacameños N° 29, pp. 163-170 (2005)
Identidad
étnica y manipulación cultural: La indumentaria inca en la época colonial
Jean-Jacques
Decoster. Consultar en:
Versión
para El Orejiverde:
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/4235-la-vestimenta-que-no-se-pudo-desollar