"Vengo de realizar un hermoso paseo por el valle y las sierras de San Roque... el río después de atravesar una amplia llanura donde derrama sus crecidas en un punto dado, penetra en la montaña de piedra por una estrecha garganta que lo aprieta y estruja para permitirle el paso. Allí en ese punto haremos una pared, represaremos las aguas, Al río lo aumentaremos en millones de ríos para irrigar los altos de Córdoba durante todo el año."
Etienne Jules Felix Dumesnil-Poullain, más conocido
como Esteban Dumesnil, en 1881.
Pensar la construcción
de un dique a fines del siglo XIX no era algo que podía imaginarse en cualquier
rincón de América Latina, sin embargo, esa idea licuó en un proyecto que
terminaría modificando para siempre la geografía de un lugar, ubicado dentro
del departamento de Punilla, localidad que recibe su nombre por abarcar la
mayor parte del Valle de Punilla, al oeste de la provincia de Córdoba,
Argentina, en medio de las Sierras, el silencio y la soledad.
Cabría preguntarse por el sentido de construir una estructura que tiene como objetivo contener el agua, impidiendo su paso natural entre el cauce de los ríos, para acumularla artificialmente, para otorgarle otro destino.
En noviembre de 1888, cuando se cerraron por primera vez las
compuertas y se inició el proceso de embalse de las aguas, lo que
históricamente fue el Valle de Quisquisacate o San Roque, había desaparecido
para siempre. La historia dirá que el dique más grande del mundo y el primero
de Sudamérica, se inauguraba el 8 de setiembre de 1891, una obra signada por
las controversias propias de su contexto político y social.
Lo que la historia no dirá, son los nombres de quienes fueron
retratados en esta fotografía tomada por el inmigrante inglés Jorge Pilcher, en
las excavaciones para la construcción del Dique San Roque.
La imagen muestra a un grupo de obreros que, por un momento,
dejaron su trabajo para ser inmortalizados con un extraño artefacto, inventado
en los inicios de aquel siglo, en sus manos sostienen las palas que abrirán los
surcos entre la tierra, las piedras como testigos de lo que se va amontonando
entre los escombros, mientras que más arriba, unos baqueanos a caballo
completan la escena, parece un día agradable a cielo abierto, en el que es
posible adivinar la dura jornada que no sabe de calendarios ni de
reconocimientos.
Esta fotografía en blanco y negro representa de algún modo el
anónimo esfuerzo de aquellos que no ocuparán un lugar en los registros de la
historia, en algún punto todos estos obreros son invisibles, y eso, según el
escritor Fabian Casas, es un don, porque es cierto que todos aquellos que hacen
bien su trabajo son invisibles para los demás, como los barrenderos que pasan
una escoba al amanecer, como el personal de limpieza que recoge la basura cuando anochece, hasta
es posible afirmar que la mejor manera de que un país salga de una crisis es
que cada uno, desde su lugar, trate de hacer bien su tarea. Esa invisibilidad
es una paradoja.
La captura de este retrato, verdaderamente todo un documento, dice mucho de quienes no son reconocidos en los acervos ni ocuparán un lugar en las biografías, en algún punto, traza un paralelo con los libros vivientes de las comunidades indígenas y campesinas, cuyos conocimientos no son citados por los informantes que entran a sus hogares para poder publicar sus artículos.
Dice mucho de los chamanes cuyos apellidos no son incluidos en la farmacopea o la etnobotánica.
Dice mucho de los lingüistas indígenas, cuyos nombres no aparecen registrados en los vocabularios bilingües que otros lingüistas, no indígenas, elaboran sobre su cultura.
Dice mucho de las vasijas que se encuentran en museos etnográficos, sin saber quien fue el alfarero que moldeó sus figuras y creó sus símbolos.
Dice mucho de los anónimos albañiles que construyen piletas en las cuales nunca se bañarán.
Dice mucho de quienes a fuerza de pico y pala, con baldes de arena y cal, van agregando pisos a los edificios, sin detenerse en los atardeceres que otros contemplarán.
Dice mucho de las pulperías cuyos dueños sin nombre refugian en la memoria los recuerdos del pasado.
Dice mucho, y a la vez no dice nada, solo el registro de una obra colectiva, cuya construcción marcó un límite con la geografía, cambiando para siempre el contexto y el andar de la historia. Mera evidencia de un tiempo que no vuelve.
De alguna manera, no documentar una labor es en cierto modo arrebatar lo que cada uno realizó desde su lugar de trabajo, no facilitar ese acceso a la información es dejar en blanco una página que justifique el movimiento y las intervenciones de esas vidas comunes, y ciertamente para muchos de los que habitan esos parajes, no importa lo que el desarrollo de la tecnología haya podido transformar en el lugar donde siempre vivieron, son conscientes que cuando las páginas de la historia cierren algún libro, nadie sabrá que estuvieron allí.
Mientras fue
desconocido el alcance de la fotografía documental, todo lo que tuvimos como
lectores fueron rostros sin historias, acaso la literatura de algún cronista
pudo fijar para la posteridad una existencia prosaica de la cual imaginar algún
recorrido, una página que se da vuelta sin un dato que nos permita indagar
quienes fueron, de dónde vinieron, cómo hicieron lo que hicieron, porqué
estuvieron allí.
Esa foto, como todas las que se publicaron, tuvo la virtud de
detener el tiempo, alguna vez Gilles Deleuze afirmó que el arte conserva, y es
lo único en el mundo que se conserva, si ubicamos a la fotografía como una de
esas disciplinas que fijan un registro, podemos entender que esa imagen marcará
para siempre un momento en las vidas de aquellos que forjaron con su trabajo el
sueño de una comunidad, un dique destinado a contener el agua, una gestión
imposible de imaginar.
El recurso visual es
interesante para entender el trabajo de las personas, lo que implica documentar,
y a la vez simbolizar, el esfuerzo de quienes ejecutan las acciones para
desarrollar una obra de enorme impacto social, es a la vez entender lo que
representa diagramar un proyecto, el antes y el después que incide en la
geografía y en la vida de un pueblo, y lo que significa la memoria cuando está
atravesada por el plano de la identidad.
Es por eso que tiene tanta importancia, en bibliotecas que basan
su sentido y su accionar en los fondos orales comunitarios, registrar los
nombres de aquellos que, con sus conocimientos, saberes y destrezas,
contribuyen al entendimiento creativo de la humanidad, y lo que representa
crear el propio acervo en ese tránsito hacia el componente patrimonial de una
cultura determinada.
Son muchos los que en la Historia Argentina han sido
invisibilizados por quienes tuvieron el poder de tomar decisiones en nombre de
los demás, a ellos les debemos las obras, tanto como la deuda de un silencio
que los marginó del reconocimiento ciudadano para la posteridad.
Es por ese motivo
que alguna vez entrevisté a libros vivientes dentro de una comunidad, y desde
entonces tuve el cuidado, el atento y sentido cuidado, de vincular sus nombres
propios con sus conocimientos, para poder recordar, desde mi profesión, lo que
no merece ser olvidado.
Vayan estas palabras
en un día siempre recordado en los pliegos de la historia, por aquel que estuvo
presente en las liturgias de quienes nunca omitirán su nombre.
Fuente consultada: http://www.diquesdecordoba.com.ar/primer_dique_san_roque/
Nota: la frase sobre "los albañiles que construyen piletas en las cuales nunca se bañarán", fue pronunciada en un programa radial por el periodista Reynaldo Sietecase, no se obtuvieron registros del audio.
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