En un mundo donde los problemas se tornan cíclicos y las desigualdades se prolongan, le veo mucho sentido hallar refugio en las ideas, más allá de su contexto, más allá de su peso simbólico, más allá de todo lo que sea posible conectar.
Es el caso de Rafael Barrett, un anarquista español nacido en 1876 en una familia aristocrática, recibido de ingeniero en París, quien supo formar parte de la llamada “Generación del ‘98” -movimiento literario y cultural que predominó durante las primeras décadas del siglo XX, cuyo término fue acuñado en 1913 por el escritor español José Martínez Ruíz, conocido como Azorín-, alguien que era capaz de batirse a duelo por defender lo que pensaba, y que tuvo en tierras paraguayas, a partir de 1904, un vínculo que lo emparentó con el devenir de una encrucijada, que lo llevó a convertirse en un referente del anarquismo latinoamericano.
Fue en esas tierras de ancestros guaraníes, que Barrett llegó como periodista para cubrir las revueltas liberales, y su vida ya no sería la misma. Sufrió la cárcel y la tortura. Vivió en Buenos Aires, donde fundó el periódico Germinal, junto al anarquista argentino José Guillermo Bertotto, allí publicó artículos denunciando la situación de esclavitud en los yerbatales paraguayos, y también ancló un tiempo en Montevideo, donde continuó con su actividad periodística. En 1910 llega a sus manos un ejemplar de “Moralidades actuales”, su único libro publicado en vida. Enfermo de tuberculosis, viajó a París buscando una cura. Murió allí, a la edad de 34 años, sepultado en el cementerio de Arcachon en una parcela prestada por la comuna. Su cuerpo fue exhumado una década más tarde y sus huesos depositados en un osario común.
Alguna vez, en 1917 Jorge Luis Borges supo confiarle a un amigo, Roberto Godel, estas palabras: “Ya que tratamos temas literarios te pregunto si no conoces un gran escritor argentino, Rafael Barrett, espíritu libre y audaz. Con lágrimas en los ojos y de rodillas te ruego que cuando tengas un nacional o dos que gastar, vayas derecho a lo de Mendesky -o a cualquier librería- y le pidas al dependiente que te salga al encuentro un ejemplar de “Mirando la vida” de este autor. Creo que se ha publicado en Montevideo este libro. Es un libro genial cuya lectura me ha consolado de las ñoñerías de Giusti, Soiza 0’Reilly y de mi primo Alvarito Melián Lafinur” (cabe destacar la confusión del joven Borges con respecto a la nacionalidad de Barrett, y al título de su obra: “Mirando vivir”).
David Viñas, además de celebrar sus cuentos y relatos, consideró que sus crónicas políticas aún conservan vigencia. Para Roa Bastos, Barrett produjo una de las obras más lúcidas e incitadoras de su país, llegó a decir que el revolucionario español había fundado la literatura paraguaya, en un escenario por entonces no propicio para fundar literaturas, lo consideró un precursor que enseñó ideas y doctrinas que se adelantaron a su tiempo. En esa línea coincide Francisco Pérez Maricevich, afirmando que ha sido uno de los precursores de la literatura social latinoamericana. Eduardo Galeano sostuvo que Barrett fue el escritor más paraguayo de los paraguayos, y si acaso hiciera falta entender el alcance de su obra, basta con escucharlo al escritor argentino Abelardo Castillo:
“Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario. Escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética. Murió en 1910, a los treinta y cuatro años, edad en que otros escritores empiezan a pensar qué harán de sus palabras o de su vida”.
En Epifonemas, se lee una sentencia:
“El hombre libre buscará la ciencia sin que se lo recomienden. El prisionero resuelto a evadirse buscará la lima que corte la reja. Aprender a leer es encontrar la lima. ¿Un libro?... cosa admirable, si el libro corta la cadena y desnuda el espíritu”.
Pocas veces, un texto tan cabalmente lúcido como el que comparto en esta reseña, ofrece la secreta posibilidad de un entendimiento, del cual podamos en algún momento recurrir, aunque más no sea para apartar la niebla de la incomprensión, sea cual sea el contexto en el que las ideas dejan de considerarse cuando más se necesitan implementarlas.
El texto se titula “La pluma”.
Miro mi pequeña pluma de acero, pronta al trabajo, y
pienso un instante:
-Es descendiente legítima del genio más alto de la
humanidad, del Prometeo que surgió en una lejana era geológica y robó el fuego
de la Naturaleza. Es nieta de los rudos vulcanos que aprendieron a concentrar
la llama en hornos de barro, separar el hierro de la escoria y dejar en la
fundición el carbono indispensable. Es hija de los forjadores del Asia que
descubrieron los efectos del temple, y fabricaron las hojas damasquinadas
proveedoras de tronos. En ellas hay un átomo de la fatiga y de la angustia de
los esclavos que faenaban con los grillos en los pies. Y como está hecha a
máquina, veo hundirse en el pasado otra rama de su inmenso árbol genealógico.
Ha salido de la palanca y de la rueda, de la mecánica y de la geometría; luce
en ella un destello de Pitágoras y de Arquímedes, de Leonardo da Vinci, Galileo,
Huyghens y Newton. Ha salido del empuje del vapor cautivo en los émbolos, y si
por la metalurgia se emparienta con la química, por el vapor se enlaza a la
termodinámica, y a la pléyade de los héroes industriales de la pasada centuria.
Para crear la pluma, los mineros enterrados vivos penan en las trágicas
galerías, al resplandor tembloroso de sus lámparas. Por ella perecen, asfixiados
o quemados por el grisú aplastados por los desprendimientos, ahogados por las
inundaciones subterráneas, o lentamente destruidos por la enfermedad. Y para
llegar hasta mí, la pluma ha viajado a través de los continentes y de los mares,
ha utilizado todos los recursos de la ingeniería civil y naval; para traérmela,
el maquinista, colgado de su locomotora, ha pasado las noches, bajo el látigo
de la lluvia, con la mirada fija en el vacilante fulgor que la linterna arroja
sobre los rieles, y el maquinista del steamer, en la atmósfera febril de las
calderas, ha espiado durante un mes la aguja de los manómetros, mientras el
piloto consultaba la brújula y el marino interrogaba los astros. Los pueblos y
los siglos, las ciencias y las artes, las estrellas y los hombres han colaborado
para engendrar la oscura plumita de acero...
«Lo pasajero no es más que símbolo», decía Goethe. Y
ciertamente la efímera pluma -tan efímera que por la labor de un día se anquilosa,
se oxida y sucumbe- es símbolo de algo; maravilloso ejemplo de la asociación,
representa el dominio de nuestra especie sobre la inquieta y amenazadora
realidad. No podrían encerrarse en este humilde pétalo de metal tantos
esfuerzos, tantos dolores, tantas ideas, tanto espacio y tiempo humanos si no
fuese una verdad sublime que hemos domado el planeta, que transportamos la
materia con la rapidez del viento y el espíritu con la del rayo; que hacemos
uno por uno prisioneros a los salvajes seres sin forma que nos rodean, y
nuestros ojos empiezan a medir la distancia que nos separa de otros mundos. No
lo dudamos: cuando hayamos conseguido condensar toda nuestra alma, todas
nuestras almas en un punto -acaso más exiguo que la pluma de acero- nos habremos
apoderado de lo infinito efectivamente. ¿Y qué es nuestra historia, sino la
historia de la asociación? Los individuos, las tribus, las naciones, las razas
y las clases se exterminan entre sí. Todavía hoy se llenan de cadáveres los
campos de batalla, y se gime en el hospital y en la cárcel, y se tortura y se
ahorca y se fusila; y la dinamita lanza su gran grito desesperado... Y ved la
pluma de acero, donde se abrazan y se funden esas fieras convencidas de que se
odian... No, no nos odiamos aunque nos arranquemos las entrañas, porque el
trabajo nos mezcla con una energía superior a las que aparentan dirigirnos,
energía gemela de la que hace morderse y herirse a los sexos fecundos. Y mañana
seguiremos ensangrentando la tierra, y asociándonos más estrechamente, y por lo
mismo ensanchando nuestro poder sobre el universo. Llamad odio o amor a lo que
nos precipita los unos contra los otros; ¿qué importa, si nos penetramos y nos
confundimos, y la muerte nos renueva? El odio esencial es la indiferencia. No
se odian los que creen odiarse ni los que creen amarse, sino los que se
ignoran.
¡Oh pluma modestísima, que cuestas una fracción de centésimo y eres hermana de millones de plumas tan modestas como tú, y como tú condenadas a una breve y baja existencia! ¡Yo te respeto y te amo, y me pareces mucho más bella que la orgullosa pluma de águila que recogieron para Víctor Hugo en una cima de los Alpes! Yo quiero morir sin haberte obligado a manchar el papel con una mentira, y sin que te haya hecho en mi mano retroceder el miedo.
El texto, recogido de este sitio https://es.wikisource.org/wiki/La_pluma_(Barrett) ha sido mínimamente corregido en la versión consultada por quien suscribe.
Fuentes consultadas:
Mirando vivir / Rafael Barrett. O.M. Bertani, editor. Montevideo, 1912.
Rafael Barrett: una leyenda anarquista / Catriel Etcheverri. Buenos Aires: Capital Intelectual, 2007.
Para la libertad /Abelardo Castillo. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-2911-2008-01-27.html
El hombre y su obra / Francisco Corral Sánchez-Cabezudo. Disponible en: https://www.ensayistas.org/filosofos/paraguay/barrett/corral.htm
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