Este texto es parte de una crítica que nace en una conversación ocasional, tiene que ver con algunas publicaciones que se realizan en un determinado momento, en donde el sentido del aporte no tiene ninguna relación con el interés académico, sino con una especie de producto circunstancial que otorga “créditos” a quienes terminan poniendo su nombre en una escueta bibliografía, sin un trabajo de campo detrás, sin un intercambio honesto sobre las ideas. El plano en el cual se ubican estas reflexiones es el de la vocación. Su interés va más allá de la disciplina, ocurre universalmente, y lo que agregan en ese inmenso arenero, es cantidad y no sustancia, en ocasiones hasta incluso una suerte de revisión de lo realizado, como si ese criterio fuera en sí mismo el aporte a la profesión.
El ejemplo parte del contexto de la música, pero la idea se extrapola, sin pretender cerrar la eventual discusión. El punto es que alguna vez le pregunté a mi amigo Rafael Bardas si lo tenía presente a David Berman, un músico que en un determinado momento transformó en belleza su dolor, pérdida que alcanzó otra dimensión a través de una simple guitarra y un puñado de canciones. Supo tener definiciones claras con relación a ese entendimiento fatuo de la industria musical:
“Me gusta sacar un disco sin tener que decirle a la gente que lo compre ni después pedirles que compren también una remera, un ticket para un show y el video con la grabación de ese show. Hay algo entre todo eso donde se pierde la dignidad de lo que hiciste”.
Berman decía estas cosas
mientras se cuestionaba el volumen de información que circulaba en la Web,
añorando ser leído “en algunas de mis entrevistas, antes de pasar a otra
cosa y olvidarla a los cinco segundos”. Un poco la sentencia que alguna vez
profirió Andy Warhol cuando dijo que en el futuro todos serían famosos por 15
minutos. Lo que estaba haciendo era sacar una fotografía de un problema
existencial, y no es que tenemos una respuesta a ese problema, solo tenemos una
fotografía de ese problema, y probablemente no sea posible dilucidar que esos
15 minutos, representados en una obra acaso pequeña y fragmentada, tenga por
destino la extraña posteridad de un consuelo, bajo otra esfera temporal,
certera e invisible.
Reitero una sentencia apropiada de otro contexto:
El arte conserva dijo Gilles Deleuze “y es lo único en el mundo que se conserva”.
Este ejercicio narrativo puede habilitar una relación con los autores que buscan denodadamente asociar un nombre propio a un concepto vinculado con una tendencia, llega un punto en que la contribución deja al desnudo la indisimulable especulación, y es algo muy criticable cuando esa asociación se hace sobre un tema históricamente nunca frecuentado, pero que “abre puertas” para formar parte de un proyecto, publicación, antología, invitación a un congreso o realización de un taller, siempre ligado a beneficios económicos.
Tal vez encontremos un jardín conceptual en medio de estas aparentes disquisiciones, una forma de recordarnos, pasado cierto tiempo, que pocas cosas quedan en la superficie del conocimiento, una vez retirado el tamiz de las ideas previamente cultivadas.