domingo, 22 de septiembre de 2024

Un tal David Berman

Este texto es parte de una crítica que nace en una conversación ocasional, tiene que ver con algunas publicaciones que se realizan en un determinado momento, en donde el sentido del aporte no tiene ninguna relación con el interés académico, sino con una especie de producto circunstancial que otorga “créditos” a quienes terminan poniendo su nombre en una escueta bibliografía, sin un trabajo de campo detrás, sin un intercambio honesto sobre las ideas. El plano en el cual se ubican estas reflexiones es el de la vocación. Su interés va más allá de la disciplina, ocurre universalmente, y lo que agregan en ese inmenso arenero, es cantidad y no sustancia, en ocasiones hasta incluso una suerte de revisión de lo realizado, como si ese criterio fuera en sí mismo el aporte a la profesión.

El ejemplo parte del contexto de la música, pero la idea se extrapola, sin pretender cerrar la eventual discusión. El punto es que alguna vez le pregunté a mi amigo Rafael Bardas si lo tenía presente a David Berman, un músico que en un determinado momento transformó en belleza su dolor, pérdida que alcanzó otra dimensión a través de una simple guitarra y un puñado de canciones. Supo tener definiciones claras con relación a ese entendimiento fatuo de la industria musical:

Me gusta sacar un disco sin tener que decirle a la gente que lo compre ni después pedirles que compren también una remera, un ticket para un show y el video con la grabación de ese show. Hay algo entre todo eso donde se pierde la dignidad de lo que hiciste”.

Berman decía estas cosas mientras se cuestionaba el volumen de información que circulaba en la Web, añorando ser leído “en algunas de mis entrevistas, antes de pasar a otra cosa y olvidarla a los cinco segundos”. Un poco la sentencia que alguna vez profirió Andy Warhol cuando dijo que en el futuro todos serían famosos por 15 minutos. Lo que estaba haciendo era sacar una fotografía de un problema existencial, y no es que tenemos una respuesta a ese problema, solo tenemos una fotografía de ese problema, y probablemente no sea posible dilucidar que esos 15 minutos, representados en una obra acaso pequeña y fragmentada, tenga por destino la extraña posteridad de un consuelo, bajo otra esfera temporal, certera e invisible.

Reitero una sentencia apropiada de otro contexto:

El arte conserva dijo Gilles Deleuze “y es lo único en el mundo que se conserva”.

Este ejercicio narrativo puede habilitar una relación con los autores que buscan denodadamente asociar un nombre propio a un concepto vinculado con una tendencia, llega un punto en que la contribución deja al desnudo la indisimulable especulación, y es algo muy criticable cuando esa asociación se hace sobre un tema históricamente nunca frecuentado, pero que “abre puertas” para formar parte de un proyecto, publicación, antología, invitación a un congreso o realización de un taller, siempre ligado a beneficios económicos.

Tal vez encontremos un jardín conceptual en medio de estas aparentes disquisiciones, una forma de recordarnos, pasado cierto tiempo, que pocas cosas quedan en la superficie del conocimiento, una vez retirado el tamiz de las ideas previamente cultivadas. 

domingo, 15 de septiembre de 2024

Adelino, el último gaitero

 

El 14 de abril de 2019 se fue el último gaitero de la familia, ese noble instrumento donde se marcaron a fuego baladas prohibidas y marchas heroicas, solo que con aquella gaita el hermano de mi padre homenajeó a sus ancestros con una sonrisa, recreando el legado del antiguo folclore de Galicia. Durante años formó parte de una reconocida agrupación “Airiños de la Casa de Galicia de Buenos Aires”, donde llegó a ser director musical, leí que ese grupo de músicos fue creado en la década del ’50, que su primera directora fue la profesora Celia Caneda, que con los años logró gran popularidad y repercusión en importantes actuaciones en Buenos Aires y el interior del país. En 1963 intervino en un concurso internacional de folclore conquistando el primer premio de todas las categorías entre cincuenta y nueve países participantes. En 1990, después de diez años de inactividad, se reunió nuevamente bajo la dirección y coordinación general de Manuel Rodríguez Alfonso. Durante los últimos seis años realizó ciento ochenta y cuatro presentaciones, incluyendo actuaciones en teatros y canales de televisión.

Se trató de un conjunto que buscó representar la emigración a través de las canciones y las danzas tradicionales, ingresaban caminando y tocando sus instrumentos desde atrás del escenario, y se iban del mismo modo, sin dejar de tocar, sin dejar de reír. Se dice que la gaita fue utilizada por los pueblos babilonios, hebreos, fenicios, romanos y celtas, y que las primeras representaciones europeas se remontan a la Baja Edad Media. Pero todos acuerdan que cuando a finales del siglo XV dejó de utilizarse en los eventos festivos, religiosos y militares, en Galicia, Asturias y Mallorca los gaiteros siguieron acompañando sus recuerdos aferrándose a la antigua cultura, mientras que, en países como Escocia, Inglaterra, Francia y la Baja Bretaña, la gaita marcó a fuego la melancolía de una época que nunca volvió.

Siempre pensé en el destino de ese cilindro de madera perforada, nacido para enmarcar la épica de los combates, con melodías que venían desde el fondo de los tiempos, y que con los gallegos adquirió otra entidad: la de acompañar la alegría, la danza, la festividad. Nunca olvidé un cumpleaños en el que mi tío sacó del estuche la gaita, para iniciar una melodía que mi padre acompañó con una pandereta, mientras otros familiares se sumaron con castañuelas, en plena ciudad de Wilde estaban recreando la infancia que les habían arrancado, y lo hacían a su manera, celebrando, gritando, bebiendo delante de una paella revuelta con pala, y dando palmas, eso lo llevaron siempre en la sangre.

Por eso cuando falleció mi tío fue como presenciar un enmudecimiento. De aquella familia numerosa solo queda mi padre para testimoniar una historia, que parece cubrir con un manto de niebla las resonancias del monte alejado entre la penumbra, acaso una ría que baja entre los árboles, la puerta de la casa grande abierta de par en par, los antiguos que aún moran mientras los recuerdos van inclinándose hacia el ocaso, el canto lejano que se pierde en un murmuro.

Es hora de cerrar la ventana, ya se ha callado el viento, por unos segundos algo parecido a una memoria se arremolina en un prado lleno de cabras, queda aún aire en aquel odre, Adelino va a bajar su brazo para comprimir el único fuelle, se pondrá de pie, y sin soplar aquella gaita, hará que salga música para todos lados,

se va a ir sonriendo, con paso firme, la mirada al frente.

Nota: en la fotografía que acompaña este texto, Adelino Canosa está parado del lado derecho, con su gaita.