Nunca entendí porque una vez dejé una flor amarilla para recordar la vida de alguien, dicen que es el color del olvido, como si fuera algo que se va desgajando al paso del viento, un pequeño murmuro, una memoria que se esparce. No fue así como ocurrió con el gallego Daniel, el primer amigo de la infancia que tuve, cuando me dijeron que había partido. Ese día las paredes de su casa perdieron todos los colores, sin plantas en los canteros, la persiana apenas inclinada. Será porque había nacido el mismo año que yo nací, que me hizo entender lo efímero que es toda existencia cuando se transita en un borde, sin darnos cuenta cómo podemos caer, hacia alguna sombra que parece amena, que es también una forma de vivir lo que apenas se comprende.
Me
cuesta nombrar a Daniel como si quedara para siempre anclado en un pasado, para
la gente de mi barrio era David, el rey David "el de las boleadoras"
como había dicho una vez, mientras enamoraba a la chica más linda del aula, que
miraba embelesada como aquel niño, parado en una mesa de la escuela número 8 de
Wilde, enarbolaba su candidez simulando arrojar una boleadora, en vez de la
piedra y la honda con la que la historia conoció aquella disputa entre un rey y
un gigante. Todavía lo recuerdo decir eso con una sonrisa desbordante:
¡Soy
el Rey David!
Es la
única imagen que tengo de la escuela primaria con aquel amigo, pasó una brisa
llevándose los guardapolvos blancos que serpenteaban en la hora del recreo, los
pasillos en tonos pasteles, los pupitres de madera, el izamiento de la bandera,
el patio donde moraban algunos pájaros. Era esa imagen y la del primer día de
clases, que entramos tomados de la mano, temerosos, callados, sin saber que nos
esperaba del otro lado de esa puerta enorme que parecía un muro. Le entristecía
saber que a un tal Jesús lo clavaron en una cruz, le pareció terrible ese
dolor, empatizaba con la desdicha ajena, sea cual fuere el rostro que estuviera
detrás.
Con
los años, compartimos varios encuentros en el barrio, David vivía a la vuelta
de mi casa, una tarde fuimos con una lupa a ver las plantas de su jardín, y en
aquella hora en que los mosquitos reemplazan a las moscas, buscamos una
linterna para seguir observando la crepuscular existencia de los escarabajos y
las hormigas, David tenía una libreta y allí, en medio de la oscuridad, tomaba
notas de todo lo que veía. En ese momento, viendo aquel cuaderno, entendí que
esas anotaciones representaban algo nuevo, una forma distinta de sobrellevar el
día, acaso la imagen de una playa distante poblada de luciérnagas.
Es
extraño el paso del tiempo cuando está atravesado por la ausencia, todo se
pierde como en un remolino anclado en el sosiego, los años se transforman en
pequeños murmullos que obliteran la resonancia de un conjuro de voces perdidas en
la infancia, Daniel David andaba por el barrio como si estuviera extraviado,
parecía un náufrago, tardé en darme cuenta que había empezado a experimentar
con algunas formas de evasión, y que mucho más tarde eso no alcanzó y que buscó
otros modos de eludir todo aquello que carecía de interés. Una tarde, después
de añares, lo crucé en la esquina de casa, me pidió ir al kiosco a comprar un
vino, lo pusimos en un botellón de plástico con hielo y fuimos a su terraza, a
dejar que las evocaciones cubran con un manto piadoso aquel amparo sin edad.
Recuerdo
que al mirar los cables tendidos de los postes telefónicos supimos que eso
siempre estaría ahí, que ese barrio se iba a quedar en el tiempo, aquella tarde
el gallego se dejó vivir mientras hablaba de los amores truncos, decía que
recordar de alguna manera lo ayudaba a seguir, no supe que decirle, antes
habíamos pasado por el pasillo que separaba el comedor de la cocina, donde me
mostró como cultivaba unos hongos comestibles en el armario, que comía junto a
una miel que el mismo preparaba, era raro ver hongos colgando de un perchero,
como si fuera una ristra de ajos, y que todo eso formara parte de su
alimentación, junto con algunas frutas y galletas, era medio cinematográfico
todo, la casa en penumbras, los hongos, la miel, el botellón con el vino, pero
lo que hablamos ese día lo guardé en algún lugar entrañable, y tal vez por ese
motivo, no tengo modo alguno de recordar exactamente aquella conversación.
Si
fuera siempre así esto que llamamos vivir una vida, y no dejar todo reducido a
un simple encuentro. Si fueran siempre así todos los encuentros, todas las
palabras reunidas en un atardecer. Si fuera siempre así intentar retener lo que
ha ocurrido, hacer trampas con el tiempo, volver a encontrar lo que dejamos
partir.
En
aquel crepúsculo David me mostró unos poemas en una caligrafía imposible de
entender, casi un jeroglífico, pero cuya lectura en voz alta me permitió
adivinar que el gallego Daniel era también un poeta, de esos que descienden a
los infiernos, los "malditos", los que ven cosas que otros creen ver,
acaso una forma de poder detener al tiempo. Pasaron años, como días, sin que
nos volviéramos a ver. Era común en esos atardeceres compartir conversaciones
en la vereda, a veces el gallego Daniel amontonaba unas palabras sobre
diferentes temas, y a todos nos causaba gracia la mirada que sostenía esos
dichos, casi como un niño que se asombra del inequívoco desfile de unas cuantas
verdades, y quiere agregar su propio criterio al contexto histórico de
cualquier relato. Daniel se iba a su casa y a todos nos quedaba la sensación de
no saber cuándo lo volveríamos a ver.
Una tarde, lo vi comiendo un tomate en la vereda, pero no era simplemente describir lo que estaba comiendo, sino cómo lo hacía, ese tomate parecía que fuera el último que quedaba en el mundo, no pude evitar ir a casa a buscar un tomate en la heladera, llevarlo al patio con un cuchillo y disfrutarlo como algo nuevo que se conoce, fue como Tom Sawyer convenciendo a los amigos del barrio del inmenso placer que significaba pintar una cerca, fue como ese poema de Martín Gambarotta cortando un pomelo transversalmente "partió la mañana en gajos raros, la carne rosada expuesta por primera vez, hirió con énfasis su mundo intraducible, generando una pausa acá, en el contexto de la fruta acuchillada".
Una tarjeta de una casa de sepelios dice que el 21 de junio de 2017, Daniel David Lado se fue a otro plano, acaso libre, del que nada sabemos, o creemos saber. A ese instante siguió el silencio, la incredulidad, algo que se cae y que se rompe sin ningún tipo de sonido, algo que se desvanece en el mismo segundo que se convierte en pasado. Supe después que lo enterraron en el Cementerio de Avellaneda, y que la bolsa negra que estaba en su vereda eran sus pertenencias, la misma bolsa que un cartonero recogió bajo la lluvia, la misma bolsa que, acaso por la culpa o la intromisión, no me decidí a revisar, el libro con sus poemas que nunca encontré. Se me hizo difícil asumir que todo lo acumulado en su vida podía caber en una bolsa.
Un tubito de caña sobra pa’ eso, cantó alguna vez un anciano a quien Rubén Patagonia acompañó con su guitarra. Un tubito de caña para guardar las cenizas. Una bolsa negra para guardar los atavíos. El carro de un cartonero cubierto de trapos bajo la lluvia.
El destino a veces es
impiadoso, solo permite una posibilidad, si en ese momento se cruza una duda o
una niebla, el arrepentimiento te acompañará por mucho tiempo, por más que
quieras hacer de cuenta que no había nada que hacer.
En
esta curva de la vida, contar una historia es lo que muchos hacen, y en ese
cuento sin final, hay un poema perdido, una lápida sin nombrar, una tumba sin
flores.
De
Daniel se dirá que vivió siempre en la misma casa de Wilde, el poeta del cual
los muertos no saben su nombre, el que juntaba moras de un árbol que ya no
existe, el que sostuvo con su inocencia las junturas de alguna remembranza.
David
el que se fue pronto, el de la soledad concurrida, el que no supo que hacer con
su alma.
Nota:
en la imagen fotográfica, Daniel David es el último del lado derecho.