viernes, 10 de febrero de 2017

Noé, la historia del último Ivo’tsa


En el año 2010, el documentalista Carlos Felipe Montoya abordaba la inexorable realidad de las lenguas maternas que van muriendo con sus últimos hablantes, tornando visible el trágico destino de las lenguas indígenas del siglo XXI. En aquella ocasión, el “abuelo Noé” era considerado el último hablante Ivo’tsa  (conocidos como Ocaina) de su pueblo. En 2015 el autor pudo presentar su documental Kome Urue: los niños de la selva, donde intentó reflejar la vida de los pueblos de los ríos. Noé Siake, destinatario de esa obra, partió junto con sus ancestros en septiembre de 2016,  luego de años de no poder comunicarse en su propia lengua.

Buscando historias entre los ríos y las malocas
La historia de un hombre que podría ser el último sobreviviente de un pueblo milenario es una versión contemporánea del fin de los tiempos. Con él podría morir una lengua ancestral y con esa muerte se apagaría el mundo. El cacique Noé Siake, el último abuelo ocaina de La Chorrera, Amazonas, vivió en una maloca a orillas del río Igará Paraná. Cuando el documentalista Carlos Felipe Montoya lo conoció, el “abuelo Noé” tenía 86 años y ya casi a nadie con quién hablar. Para llegar hasta él tuvo que atravesar medio país, sobrevolando la selva. Para escuchar los últimos destellos de su milenaria sabiduría, tuvo que perderse en las curvas interminables de un río mágico que atraviesa un extenso territorio, alguna vez mal conocido como “El paraíso del diablo”.

Se recomienda al final del texto la lectura de aquel viaje relatado por el propio cineasta. Lo que resulta inevitable es recrear la vida del cacique Noé Siake, en su maloca, donde apenas puede pronunciar unas pocas palabras en español, logrando expresarse completamente en la lengua originaria del pueblo Ivo’tsa, que según detallan algunas crónicas se encuentra en un lento proceso de desaparición (una de las tantas lenguas amerindias consideradas “moribundas” por los lingüistas),

Montoya comenta que las personas no son conscientes de que el desarrollo del automóvil estuvo cimentado directamente sobre la sangre de miles de indígenas amazónicos. Después de que John Dunlop inventara los neumáticos en 1887 y de que Henry Ford popularizara el automóvil en 1908, el caucho o siringa se convirtió en el oro blanco de la selva. En La Chorrera estaba ubicada la tenebrosa Casa Arana, un centro de acopio del caucho donde fueron esclavizados los indígenas de los pueblos Uitoto, Muinane, Bora, y Ocaina. Los relatos de la Casa Arana, hoy convertida por los propios indígenas en el colegio “Casa del conocimiento”, son escalofriantes. Los nativos eran obligados a recolectar el caucho que los ingleses y peruanos de entonces explotaban comercialmente. Si no cumplían con un determinado peso semanal, familias y clanes enteros eran cazados en la selva, esclavizados y exterminados. Algunas fuentes afirman que en menos de diez años fueron asesinados sistemáticamente cerca de setenta mil indígenas.

Don Isaac Siake, hijo del cacique Noé y por años uno de los pocos hombres que pudo comprender algo de las palabras de su padre en lengua ocaina, cuenta la historia: “Antes de llegar las caucherías, el pueblo de nosotros estaba bien organizado y bien unido. Había buen gobierno, éramos tres clanes divididos en unos veinte o veinticinco tótems. Cada tótem tenía su jefe y cada clan también. Los jefes eran elegidos según sus méritos y el beneficio real que prestaban a la comunidad. Cuando llegaron los peruanos a colonizar con las caucherías, ese orden empezó a caer… Los caucheros cambiaron esa forma de gobierno y obligaron a elegir como jefes a los que mejor les servían a ellos, matando a los jefes naturales que estaban antes”.

Entre esos jefes que sufrieron con la conquista de los caucheros había gentes poderosas, descendientes de los sabios antiguos de nuestro pueblo. Uno de esos abuelos predijo la llegada de los caucheros mucho antes de que ocurriera, cincuenta años antes… Lo que él dijo se cumplió, él comentaba a la gente que iban a ser esclavizados por el caos del caucho. Él tuvo mucha fama y por eso lo recordamos. Su nombre era Cutsuvema y ese nombre para que no se pierda yo lo adopté, ése nombre yo llevo, aunque yo no soy sabio…”, cuenta Don Isaac y sonríe mientras sus ojos brillan en la oscuridad.



Escuchando en el mambeadero a los árboles que hablan
Los caucheros descompusieron las cosas. Los capataces ofrecían cambio de niños por hachas. Como aquí no había hachas, los caucheros se llevaban a los niños para esclavizarlos y dejaban las hachas… Algunos se revelaban contra eso y los mataban. Así, algunos de nuestros abuelos se organizaron y combatían, atacando a los caucheros. Uno de los abuelos se reveló y lo capturaron. Pero él era como muy misterioso y muy mágico. Lo metieron al calabozo y ni se sabe cómo hizo para salir tres veces de ese calabozo. Según dicen, él se regaba como agua, se convertía en agua y por debajo de esa rendijita de la cárcel se salía. Se convertía en líquido, pasaba por agua y después se convertía en persona” (al leer esto recuerdo algunas conversaciones en la comunidad qom ubicada en Derqui, Buenos Aires, cuando Roque López, artesano del barrio, me contó una experiencia entre chamanes de Pampa del Indio, Chaco, su comunidad familiar, donde un anciano le pasó el poder a su hijo, y en ese mismo momento una víbora salió debajo de la cama y se perdió en el monte “allí estaba su Nnataq” dijo Roque, el médium o espíritu que acompaña al chamán, su animal de poder, en ese instante el hijo de aquel padre pudo empezar a curar a su aldea)

Montoya recrea las sensaciones que lo invadieron mientras compartió conversaciones en el mambeadero de la maloca de Noé, lugar sagrado donde los indígenas se reúnen cada noche bajo la guía de la coca y el tabaco. Decía que su palabra no compite con el silencio, que “ellos han salido de la tierra y sus rostros son rostros de árbol. En la maloka de Noé, frente al cacique y a sus hijos, sentí por un momento estar rodeado de árboles que hablaban…”

Dicen que cuando el creador hizo firme ese pedacito de nada del que salió la tierra y lo acercó, ahí había unas golondrinas y cuando él puso el pie se asustaron y se fueron volando. Desde ese momento él se convirtió en el dueño, creó la palabra de adueñarse. Y estando él encima de la tierra, todo se volvió grandísimo. Pero no había nada, pura arena, era un peladero. Y él pensó en el hombre que iba a crear, pensó qué iba a comer ese hombre nuevo si no había nada. Así, él se arrancó un pedazo del pulgar, que era largo. Se arrancó la mitad y la sembró. De ahí salió la yuca. Y luego él escupió a la tierra y de su saliva creció el tabaco. Así, él comenzó a crear todo. Ese asiento, en el que él estaba sentado, lo entregó a nuestros abuelos para manejar la gente con esa palabra…”

Esa palabra es la que el documentalista esperó escuchar de parte del cacique Noé. En las  sucesivas visitas a su maloca, corroboró como Don Noé mascullaba unas pocas palabras en español. En cambio, se expresaba completamente en su lengua originaria, la lengua del pueblo Ivo’tsa. Y es que los ocaina, nos recuerda Montoya, como muchos pueblos nativos amazónicos, portan un nombre que no es su nombre originario. Ocaina es un nombre que les han puesto desde el exterior y su auto denominación original es Ivo’tsa (en otros casos se conocen como Dyo 'xaiya).
Este pueblo, que se confunde fácilmente entre los uitoto o murui, tiene una lengua y una mitología diferenciada. En Colombia, la nación que una vez floreció se reduce hoy a la maloca del cacique Noé. El canasto de su sabiduría, al borde de la extinción, depende directamente de sus hijos, especialmente de los mayores Alfredo e Isaac, que luchan contra el tiempo para mantener viva una lengua y un mundo propios, un mundo que se escurre como agua entre los dedos.

Los pueblos del río tienen relaciones fascinantes con la palabra. Según el autor, una de las más maravillosas es la de los Ivo’tsa. Isaac le traduce el relato que don Noé hace de una de las caras de su Dios, Fañárema: “Fañá quiere decir algodón que es como blanco... La palabra que él trajo es una palabra de blancura, de limpieza. El algodón es una cosa que no pesa. Cuando uno examina la palabra, la palabra de uno es suave, es limpia, es pura. Cuando la palabra es así limpia, pues nada le penetra. Nada puede entrar, ni el mal, ni las enfermedades, nada, ni un problema. Y uno puede evitar tranquilamente problemas, aunque haya, uno los arregla con mucha facilidad. Entonces, ese es un símbolo de algodón, nada más, es una palabra para curar. Si uno fuera necio uno puede decir que el Dios que llegó a los ocaina es un Dios de algodón, pero no, es la palabra nuestra la que es así como algodón. Y el nombre de él es Fañarema, es un Dios algodón, difícil de traducir al castellano, pero es la palabra la que tiene esa forma, es una palabra de algodón. Nosotros así lo creemos y así lo llamamos”.

Esto que hace referencia el documentalista es una dificultad habitual entre distintas formas de conocimiento, la imposibilidad de entender espiritualmente lo que los indígenas comparten dentro de su entorno, el sentido grave de las palabras, la asociación con la complejidad propia de la naturaleza y sus profundas interrelaciones cósmicas con el Universo que nos rodea.

En esta historia, que finalmente vio la luz en el documental Kome Urue: los niños de la selva (un reflejo endógeno de una forma de vida que corre riesgo de extinción, la de los paisanos que viven en los pueblos del río de la selva amazónica), se perciben las dificultades del viaje que llevó adelante el investigador, plagado de mapas imaginarios e imprecisos y de temores propio de aquello que se desconoce –como las márgenes y afluentes de los ríos, donde todo serpentea y calla–, de todo eso habla Carlos Felipe Montoya en esta nota que desde el Orejiverde decidimos publicar luego de haber leído sobre la partida del último Ivo’tsa, el mítico abuelo Noé, el árbol que hablaba en su lengua originaria.


Fuente:

Revista Cromos

Kome Urue. Los niños de la selva
https://vimeo.com/122068057

Versión para el Orejiverde:

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