martes, 31 de enero de 2017

Las historias que se cuentan de los pueblos originarios


Recientemente, con motivo de la publicación de su libro “De aquí para allá”, Hebe Uhart dijo lo siguiente: “Cuando tengo una inclinación, primero la sigo y después me pregunto por qué. En este libro cuento la visita a los wichis y a los qom, una inolvidable charla con don Haroldo Coliqueo, descendiente del gran cacique Ignacio Coliqueo. Visité Otavalo, Ecuador, donde los indios se han enriquecido y han desplazado a los mestizos del centro de la ciudad. En mis viajes reforcé mi creencia de que este mundo está hecho de mezcla y en todas las etnias que visité encontré lo antiguo mezclado con lo actual. En definitiva quise saber más de aquellos que, teniendo en cuenta a la mayoría de los países de América Latina, forman más de la mitad de la población”.

En los textos, la escritora y docente (su obra abarca cuentos, novelas, crónicas de viaje y nouvelles, género literario entendido como novela corta) ofrece relatos que reflejan –motivados por su curiosidad– pequeñas historias cotidianas que parecen guardarse en algún lugar, historias sepultadas por el paso del tiempo que la autora recrea tornando vívido lo callado, avanzando a medio camino entre la ingenuidad y el asombro.

Mi abuela tuvo como diez maridos sucesivos, allá la idea no es un amor para siempre, sino un compañero de vida. No había peleas de parejas, porque cuando el hombre se enojaba, ella le decía la respuesta cantada. Era música con contenido. Mi abuela decía que no había que gritar a la tarde, porque a la tarde los espíritus se molestan”, comenta Zacarías, el director de una escuela que está en el barrio toba de Resistencia. “Yo acá en Lima aprendí a mirar a los ojos a la gente, porque en la selva no se usa, se mira arriba o abajo, nunca de frente”, plantea Roger, líder shipibo de Ucajali. Son algunos ejemplos que Uhart recuperó desde su narrativa.

Reconocida entre sus pares –Fogwill ha dicho alguna vez que era la mejor narradora argentina- la autora de Viajera crónica ha logrado revelar un mundo con palabras simples: “Yo soy como perro cadenero, me llaman para que atienda el corral y después me olvidan” –dice Teresa Epuyén, descendiente de mapuches que vive a unas veinte cuadras del centro de Viedma–. Me duele la rodilla pero soy como las máquinas viejas que arrancan andando”.

Ruperta Pérez, maestra bilingüe qom, corresponsal del Orejiverde, quien vive al sur de Rosario, fue otra de las mujeres entrevistadas por Hebe Uhart, incluyendo su historia en este libro, cuenta que hasta los siete años no habló castellano. “Yo cuando llegué acá a Rosario extrañaba el monte, a mi familia, extrañaba cultivar zapallo, maíz. Y me asustó el apuro de la gente, todos iban apurados, yo soñaba con el apuro de la gente”, recuerda Ruperta. “El monte siempre dio de comer, frutos, huevos, pero ahora no tenemos más monte, si te ponés a pescar en un arroyo te bajan a tiros”, cuenta María Celia la cacica de la comunidad charrúa de Maciá (Entre Ríos), cuya abuela le prohibió decir que procedían de indígenas porque “nos iban a matar con la palabra y la discriminación”.

Es inevitable asociar el nombre del libro con la autora, por su costumbre de ir “de aquí para allá”, buscando historias en los caminos para mitigar su profunda curiosidad. Existe otro antecedente literario que la vincula con los pueblos originarios, el libro “De la Patagonia a México” (2015) que de algún modo la retrotrae a sus inicios, con la lectura de “Una excursión a los indios ranqueles” de Lucio Mansilla, al respecto dice la escritora:Mis intereses no son cambiantes, no paso de un rubro a otro, sino que esto venía de antes. En el caso de las etnias indígenas me interesa un poco lo que traen con lo que adquieren, porque como bien dijo un exportador de Otavalo, que es donde están los indios que se han hecho ricos, la identidad no es una cosa fija sino una cosa que se va haciendo; por lo tanto tiene elementos ancestrales y otros que son de la cultura a la que pertenecen. La tecnología la tienen todos en todos lados. Los otavalos no recuerdan muchas leyendas de su cultura; los mapuches, en ese sentido, son más identitarios. Me sorprenden las mezclas. El director de la escuela toba de Chaco, que puede leer lo mismo que vos y que yo, hasta los 10 años vivió en la selva y no conoció los caramelos ni las malas palabras. ‘Mamá, ¿qué son malas palabras?’, le preguntaba cuando llegó a la ciudad de Resistencia porque ellos tienen palabras tabúes, no tienen malas palabras. Me interesa la mezcla y el choque que se produce entre la selva y la ciudad. Esa persona tiene componentes de las dos culturas”.

Con respecto a la pérdida de la lengua materna Uhart considera lo siguiente:
“Los más jóvenes van perdiendo la lengua porque los padres tienen aspiraciones para los hijos y piensan lo mismo que pensamos nosotros del inglés: que hay que aprender inglés para progresar en la vida. Para ellos hay que aprender castellano para progresar en la vida. En Corrientes, aunque no lo trabajé en el libro, ocurrió una cosa curiosa. En el campo de Corrientes durante veinte años estuvieron las maestras hablándoles castellano cuando los chicos hablaban guaraní. Las maestras les enseñaban todo en castellano y no había progresos. ¿A qué lo atribuían? Lo atribuían al déficit de comida o a la falta de estimulación de los padres. Se avivaron después de veinte años y pusieron maestros bilingües y los chicos aprendieron mucho más rápido y se soltaron mucho más. Hay casos notables de adaptación como la profesora de Otavalo, que es lingüista y estuvo diez años en Estados Unidos, que enseña inglés y quechua. El castellano que ella sabía cuando tenía 8 años era lo mínimo para comprar en el almacén; aprendió de memoria “véndeme sal”, sabía apenas diez palabras en castellano. Sí conservan palabras que tienen que ver con el nombre. El indio shipibo conserva su nombre de la selva, que es Ratón asustado, después en el registro civil le pusieron Juan, pero no podía llamarse Juan porque tenía un hermano que se llamaba Juan”.

También hay un hecho que Hebe Uhar –intentando comprender la problemática– interpela sobre la negación de los indígenas con su propia cultura, el reconocerse ellos mismos como originarios:

“Yo creo que no quieren identificarse con los indios porque para ellos, que son urbanos, indio es sinónimo de pobre, de indio del campo. Si los indios fueran ricos, todos querrían ser indios. A los indios se los estigmatiza porque son pobres y piden tierras. Los bolivianos de Morón son urbanos de clase media. Aunque racialmente son indígenas, consideran “indio” un insulto porque para ellos los indios son los que viven en el monte o el campo. Ellos se consideran personas urbanas de clase media; por lo tanto están discriminando. Las clases medias urbanas en lo posible lo niegan y no se reconocen por un tema de prestigio. Me acuerdo que yo era muy jovencita cuando hice mi primer viaje a Perú y hablé con unos chicos que con orgullo decían: nosotros somos descendientes de los Incas”.

Y un tema que no podía estar ausente tratándose de la causa indígena es la problemática del territorio:

“Viedma y Carmen de Patagones es una zona riquísima no solamente en historia indígena sino en historia argentina. En 1780 en Carmen de Patagones convocan a labradores españoles, les prometen objetos de labranza y no se los dan y los meten en cuevas. Y también hasta ahí llegó una goleta brasileña. Yo me entero de todo esto leyendo. Nosotros no tenemos la menor idea de que en Carmen de Patagones durante la guerra argentino-brasileña en 1826 llegó una goleta brasileña porque el puerto de Buenos Aires estaba bloqueado. En Carmen de Patagones está la zona de Salinas Grandes, que es donde buscaban sal blancos e indios. Y leí un hermoso libro que es la correspondencia de Cafulcurá con Mitre y Urquiza, que es muy interesante. Cafulcurá en 1840 pide un montón de cosas, entre otras botas y ron de Madeiras porque la caña le hace mal a la panza. Entonces le dicen que está pidiendo mucho, que tanto no le pueden dar, y Cafulcurá dice: “es menos que el arriendo de las tierras”. No te olvides que 50 años antes estaba el virreinato y el virrey le pedía permiso al cacique para entrar. O sea que estaba fresca la memoria de que la tierra era de ellos. Y en 1790 la tierra era de ellos. De ahí viene que los indígenas pidan mucho porque piensan que se les debe mucho”.

Es para resaltar que lo que llevó a la escritora a Carmen de Patagones fue la lectura de Nuestros paisanos los indios de Carlos Martínez Sarasola, cautivada por la importancia de la zona durante la colonia, en época de virreyes y en todo el siglo XIX. Se trató de un territorio de encuentro, donde paulatinamente se fue estableciendo un importante contacto entre cristianos e indígenas, y en este punto Hebe Uhart reconoce dos problemáticas que profundizaron las diferencias posteriores entre ambas culturas: el establecimiento de poblaciones blancas en la zona (lo cual provocó que los paisanos se sintieran invadidos por considerar al territorio como propio) y por otro lado el impedimento por parte del gobierno al derecho de “vaquear”, o sea hacerse de ganado propio, situación que siempre fue común hasta el siglo XIX, donde cualquier originario podía “llevarse una vaca como si cazara una mariposa”.

La necesidad de resguardar el propio conocimiento

En los textos aparecen hombres y mujeres de la tierra contando historias de vida, de esas conversaciones surgieron las crónicas, como la que compartió en Los Toldos con Haroldo Coliqueo, tataranieto de Ignacio Coliqueo, o en Viedma con Teresa Epuyén, quien se refirió a la costumbre de enterrar la placenta en el terreno de la propia casa, práctica frecuente en muchas comunidades indígenas de Argentina. En cada encuentro Uhart se sintió identificada en relación a un sentido de pertenencia con todo aquello que escuchaba, en algún punto, salvando las distancias, nos recuerda el trabajo que realizó Leda Valladares con la música de los copleros del noroeste argentino, donde fue consciente que si no intervenía como investigadora muchas expresiones musicales se terminarían olvidando para siempre. Se trata de lo mismo: recuperar voces, leyendas, cantos, memorias, relatos…en ese sentido escucharla a Leda Valladares es como leerla a Hebe Uhart

Decía la legendaria coplera:

"Nuestros indios siguen en el exilio. Son cinco siglos de horrendas mutilaciones. Por eso se despeñan en bagualas y vidalas, mientras sus cántaros de siglos nos lloran desde las tierras removidas o museo. Testimonian en el presente un dolor que no acaba y que nadie le ofrece fin."

"Y todo este proceso pertenece a la cultura popular, oral y analfabeta, legada de generación en generación, que en la Argentina es mestiza. Cultura de pueblos y caseríos en inmensidades. Y también de orillas urbanas. Cultura anónima y tradicional, ajena a la impuesta por los organismos culturales del Estado, casi siempre europeizaste. Solo las ciencia del folklore y la antropología han sabido hacer justicia a estos ignorados y despreciados yacimientos de belleza y sabiduría."

En este escenario, para gracia nuestra, podemos sumar la particular narrativa de Hebe Uhart.

Fuente
Silvina Friera Página 12

Infobae
La mirada de Hebe Uhart sobre los pueblos originarios

Anfibia
Hebe Uhart: el estilo en la mirada

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