Recientemente,
con motivo de la publicación de su libro “De aquí para allá”, Hebe Uhart dijo
lo siguiente: “Cuando tengo una inclinación, primero la sigo y después me
pregunto por qué. En este libro cuento la visita a los wichis y a los qom, una
inolvidable charla con don Haroldo Coliqueo, descendiente del gran cacique
Ignacio Coliqueo. Visité Otavalo, Ecuador, donde los indios se han enriquecido
y han desplazado a los mestizos del centro de la ciudad. En mis viajes reforcé
mi creencia de que este mundo está hecho de mezcla y en todas las etnias que
visité encontré lo antiguo mezclado con lo actual. En definitiva quise saber
más de aquellos que, teniendo en cuenta a la mayoría de los países de América
Latina, forman más de la mitad de la población”.
En los
textos, la escritora y docente (su obra abarca cuentos, novelas, crónicas de
viaje y nouvelles, género literario entendido como novela corta) ofrece relatos
que reflejan –motivados por su curiosidad– pequeñas historias cotidianas que
parecen guardarse en algún lugar, historias sepultadas por el paso del tiempo
que la autora recrea tornando vívido lo callado, avanzando a medio camino entre
la ingenuidad y el asombro.
“Mi abuela tuvo como diez maridos
sucesivos, allá la idea no es un amor para siempre, sino un compañero de vida.
No había peleas de parejas, porque cuando el hombre se enojaba, ella le decía
la respuesta cantada. Era música con contenido. Mi abuela decía que no había
que gritar a la tarde, porque a la tarde los espíritus se molestan”,
comenta Zacarías, el director de una escuela que está en el barrio toba de
Resistencia. “Yo acá en Lima aprendí a mirar a los ojos a la gente, porque
en la selva no se usa, se mira arriba o abajo, nunca de frente”, plantea
Roger, líder shipibo de Ucajali. Son algunos ejemplos que Uhart recuperó desde
su narrativa.
Reconocida
entre sus pares –Fogwill ha dicho alguna vez que era la mejor narradora
argentina- la autora de Viajera crónica ha logrado revelar un mundo con
palabras simples: “Yo soy como perro cadenero, me llaman para que atienda el
corral y después me olvidan” –dice Teresa Epuyén, descendiente de mapuches
que vive a unas veinte cuadras del centro de Viedma–. Me duele la rodilla
pero soy como las máquinas viejas que arrancan andando”.
Ruperta
Pérez, maestra bilingüe qom, corresponsal del Orejiverde, quien vive al sur de
Rosario, fue otra de las mujeres entrevistadas por Hebe Uhart, incluyendo su
historia en este libro, cuenta que hasta los siete años no habló castellano. “Yo
cuando llegué acá a Rosario extrañaba el monte, a mi familia, extrañaba
cultivar zapallo, maíz. Y me asustó el apuro de la gente, todos iban apurados,
yo soñaba con el apuro de la gente”, recuerda Ruperta. “El monte siempre
dio de comer, frutos, huevos, pero ahora no tenemos más monte, si te ponés a
pescar en un arroyo te bajan a tiros”, cuenta María Celia la cacica de la
comunidad charrúa de Maciá (Entre Ríos), cuya abuela le prohibió decir que
procedían de indígenas porque “nos iban a matar con la palabra y la
discriminación”.
Es
inevitable asociar el nombre del libro con la autora, por su costumbre de ir
“de aquí para allá”, buscando historias en los caminos para mitigar su profunda
curiosidad. Existe otro antecedente literario que la vincula con los pueblos
originarios, el libro “De la Patagonia a México” (2015) que de algún modo la
retrotrae a sus inicios, con la lectura de “Una excursión a los indios
ranqueles” de Lucio Mansilla, al respecto dice la escritora:
“Mis intereses no son cambiantes, no paso de
un rubro a otro, sino que esto venía de antes. En el caso de las etnias
indígenas me interesa un poco lo que traen con lo que adquieren, porque como
bien dijo un exportador de Otavalo, que es donde están los indios que se han
hecho ricos, la identidad no es una cosa fija sino una cosa que se va haciendo;
por lo tanto tiene elementos ancestrales y otros que son de la cultura a la que
pertenecen. La tecnología la tienen todos en todos lados. Los otavalos no
recuerdan muchas leyendas de su cultura; los mapuches, en ese sentido, son más
identitarios. Me sorprenden las mezclas. El director de la escuela toba de
Chaco, que puede leer lo mismo que vos y que yo, hasta los 10 años vivió en la
selva y no conoció los caramelos ni las malas palabras. ‘Mamá, ¿qué son malas
palabras?’, le preguntaba cuando llegó a la ciudad de Resistencia porque ellos
tienen palabras tabúes, no tienen malas palabras. Me interesa la mezcla y el
choque que se produce entre la selva y la ciudad. Esa persona tiene componentes
de las dos culturas”.
Con respecto a la pérdida de la lengua
materna Uhart considera lo siguiente:
“Los más jóvenes van
perdiendo la lengua porque los padres tienen aspiraciones para los hijos y
piensan lo mismo que pensamos nosotros del inglés: que hay que aprender inglés
para progresar en la vida. Para ellos hay que aprender castellano para
progresar en la vida. En Corrientes, aunque no lo trabajé en el libro, ocurrió
una cosa curiosa. En el campo de Corrientes durante veinte años estuvieron las
maestras hablándoles castellano cuando los chicos hablaban guaraní. Las
maestras les enseñaban todo en castellano y no había progresos. ¿A qué lo
atribuían? Lo atribuían al déficit de comida o a la falta de estimulación de
los padres. Se avivaron después de veinte años y pusieron maestros bilingües y
los chicos aprendieron mucho más rápido y se soltaron mucho más. Hay casos
notables de adaptación como la profesora de Otavalo, que es lingüista y estuvo
diez años en Estados Unidos, que enseña inglés y quechua. El castellano que
ella sabía cuando tenía 8 años era lo mínimo para comprar en el almacén;
aprendió de memoria “véndeme sal”, sabía apenas diez palabras en castellano. Sí
conservan palabras que tienen que ver con el nombre. El indio shipibo conserva
su nombre de la selva, que es Ratón asustado, después en el registro civil le
pusieron Juan, pero no podía llamarse Juan porque tenía un hermano que se
llamaba Juan”.
También hay un hecho que Hebe Uhar
–intentando comprender la problemática– interpela sobre la negación de los
indígenas con su propia cultura, el reconocerse ellos mismos como originarios:
“Yo creo que no quieren
identificarse con los indios porque para ellos, que son urbanos, indio es
sinónimo de pobre, de indio del campo. Si los indios fueran ricos, todos querrían
ser indios. A los indios se los estigmatiza porque son pobres y piden tierras.
Los bolivianos de Morón son urbanos de clase media. Aunque racialmente son
indígenas, consideran “indio” un insulto porque para ellos los indios son los
que viven en el monte o el campo. Ellos se consideran personas urbanas de clase
media; por lo tanto están discriminando. Las clases medias urbanas en lo
posible lo niegan y no se reconocen por un tema de prestigio. Me acuerdo que yo
era muy jovencita cuando hice mi primer viaje a Perú y hablé con unos chicos
que con orgullo decían: nosotros somos descendientes de los Incas”.
Y un tema que no podía estar ausente
tratándose de la causa indígena es la problemática del territorio:
“Viedma y Carmen de
Patagones es una zona riquísima no solamente en historia indígena sino en
historia argentina. En 1780 en Carmen de Patagones convocan a labradores
españoles, les prometen objetos de labranza y no se los dan y los meten en
cuevas. Y también hasta ahí llegó una goleta brasileña. Yo me entero de todo
esto leyendo. Nosotros no tenemos la menor idea de que en Carmen de Patagones
durante la guerra argentino-brasileña en 1826 llegó una goleta brasileña porque
el puerto de Buenos Aires estaba bloqueado. En Carmen de Patagones está la zona
de Salinas Grandes, que es donde buscaban sal blancos e indios. Y leí un
hermoso libro que es la correspondencia de Cafulcurá con Mitre y Urquiza, que
es muy interesante. Cafulcurá en 1840 pide un montón de cosas, entre otras
botas y ron de Madeiras porque la caña le hace mal a la panza. Entonces le
dicen que está pidiendo mucho, que tanto no le pueden dar, y Cafulcurá dice:
“es menos que el arriendo de las tierras”. No te olvides que 50 años antes
estaba el virreinato y el virrey le pedía permiso al cacique para entrar. O sea
que estaba fresca la memoria de que la tierra era de ellos. Y en 1790 la tierra
era de ellos. De ahí viene que los indígenas pidan mucho porque piensan que se
les debe mucho”.
Es para resaltar que lo que llevó a la
escritora a Carmen de Patagones fue la lectura de Nuestros paisanos los
indios de Carlos Martínez Sarasola, cautivada por la importancia de la
zona durante la colonia, en época de virreyes y en todo el siglo XIX. Se trató
de un territorio de encuentro, donde paulatinamente se fue estableciendo un
importante contacto entre cristianos e indígenas, y en este punto Hebe Uhart
reconoce dos problemáticas que profundizaron las diferencias posteriores entre
ambas culturas: el establecimiento de poblaciones blancas en la zona (lo cual
provocó que los paisanos se sintieran invadidos por considerar al territorio
como propio) y por otro lado el impedimento por parte del gobierno al derecho
de “vaquear”, o sea hacerse de ganado propio, situación que siempre fue común
hasta el siglo XIX, donde cualquier originario podía “llevarse una vaca como si
cazara una mariposa”.
La necesidad de resguardar
el propio conocimiento
En los textos aparecen hombres y mujeres de
la tierra contando historias de vida, de esas conversaciones surgieron las crónicas,
como la que compartió en Los Toldos con Haroldo Coliqueo, tataranieto de
Ignacio Coliqueo, o en Viedma con Teresa Epuyén, quien se refirió a la
costumbre de enterrar la placenta en el terreno de la propia casa, práctica
frecuente en muchas comunidades indígenas de Argentina. En cada encuentro Uhart
se sintió identificada en relación a un sentido de pertenencia con todo aquello
que escuchaba, en algún punto, salvando las distancias, nos recuerda el trabajo
que realizó Leda Valladares con la música de los copleros del noroeste
argentino, donde fue consciente que si no intervenía como investigadora muchas
expresiones musicales se terminarían olvidando para siempre. Se trata de lo
mismo: recuperar voces, leyendas, cantos, memorias, relatos…en ese sentido escucharla
a Leda Valladares es como leerla a Hebe Uhart
Decía la legendaria coplera:
"Nuestros indios
siguen en el exilio. Son cinco siglos de horrendas mutilaciones. Por eso se
despeñan en bagualas y vidalas, mientras sus cántaros de siglos nos lloran desde
las tierras removidas o museo. Testimonian en el presente un dolor que no acaba
y que nadie le ofrece fin."
"Y todo este proceso pertenece a la cultura popular, oral y analfabeta, legada de generación en generación, que en la Argentina es mestiza. Cultura de pueblos y caseríos en inmensidades. Y también de orillas urbanas. Cultura anónima y tradicional, ajena a la impuesta por los organismos culturales del Estado, casi siempre europeizaste. Solo las ciencia del folklore y la antropología han sabido hacer justicia a estos ignorados y despreciados yacimientos de belleza y sabiduría."
"Y todo este proceso pertenece a la cultura popular, oral y analfabeta, legada de generación en generación, que en la Argentina es mestiza. Cultura de pueblos y caseríos en inmensidades. Y también de orillas urbanas. Cultura anónima y tradicional, ajena a la impuesta por los organismos culturales del Estado, casi siempre europeizaste. Solo las ciencia del folklore y la antropología han sabido hacer justicia a estos ignorados y despreciados yacimientos de belleza y sabiduría."
En este escenario, para gracia nuestra,
podemos sumar la particular narrativa de Hebe Uhart.
Fuente
Infobae
La mirada de Hebe Uhart sobre los pueblos
originarios
Anfibia
Hebe
Uhart: el estilo en la mirada
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