A lo largo del año muchas lecturas se fueron
acumulando dentro de un contexto signado por la responsabilidad social del
bibliotecario, acaso el punto de entendimiento más emblemático dentro de dicha
concepción haya sido el evento sobre Biblioteca Humana ocurrido en la
Biblioteca Popular Florentino Ameghino de Luis Guillón, cuya realización dejó
al desnudo una paradoja, advertida por Mirta Pérez Díaz bajo la forma de un
cuestionamiento: preguntarnos qué nos está pasando como sociedad que para conocer
otras historias de vida y otras problemáticas sociales haga falta planificar un
encuentro, y que el mismo no surja espontáneamente…
Prácticamente nadie reparó en esta disyuntiva, el evento culminó, los informes se redactaron y vaya a saberse si las personas tuvieron otra posibilidad (o incluso deseo) de comunicarse, sin necesidad de esperar la propuesta institucional de un marco organizado que garantice una simple conversación.
Prácticamente nadie reparó en esta disyuntiva, el evento culminó, los informes se redactaron y vaya a saberse si las personas tuvieron otra posibilidad (o incluso deseo) de comunicarse, sin necesidad de esperar la propuesta institucional de un marco organizado que garantice una simple conversación.
Toda intervención tiene su
significado, si genera adscripción, el paso del tiempo le agrega matices, le
asigna conceptos, habilita construcciones cuyos esquemas pueden replicarse en
otros contextos. La idea, como una rueda, avanza y cumple su destino, el motivo
por el cual fueron conjeturados sus criterios. La idea, que a su vez lleva a
cuestionar la propia naturaleza, bajo la cual se concibe toda disciplina,
oficio o profesión.
Si en ese juego de espejos
hacemos el esfuerzo de incluir a la bibliotecología, probablemente advertiremos
que aún hay estereotipos que romper, acaso la histórica imagen del
bibliotecario conservador, custodio, cuya rigidez lo aleja de toda posibilidad
de construir capital social, en tal sentido aún debemos desestructurar
anquilosadas estructuras de pensamiento, pasar del paradigma de la información
al de la comunicación, generar contenidos, crear conceptos nuevos con un fuerte
carácter dinámico, interrogativo, arbóreo.
Es entonces que considero
pensar bibliotecas como casas comunales, casas de las palabras, casas de
encuentro de personas. Sin alejarnos mucho, en nuestra historia como país
tenemos el ejemplo de las pulperías, espacios de complejas dinámicas sociales
que representaban un fuerte sentido de pertenencia, de identidad sociocultural,
territorio de encuentro e intercambio entre personas de diferentes rasgos
sociales, donde era posible compartir una conversación, realizar actividades
lúdicas, artísticas y recreativas (juegos de naipes, tabas, carrera de
sortijas, contrapuntos con guitarras, payadas, bailes tradicionales) o
propiciar la comercialización de diferentes productos.
No podemos afirmar que en
su mayoría las bibliotecas hayan representado ese espíritu, cuya máxima
proliferación data de comienzos del siglo XX, incluso cabría preguntarse porqué
se perdieron en el fondo de los tiempos los duelos de payadores (sin ir más
lejos, desde el año 2010 no se realizan más payadas en el Bar Oviedo ubicado
frente a la tradicional Feria de Mataderos, cuando por años fue una práctica
frecuente y una “marca” registrada del lugar, cita obligada de gauchos, campesinos,
folcloristas y tangueros), y es que tal vez tengamos que profundizar en
aquellos ejemplos que significan para sus comunidades las “casas de conocimiento”, ver cuánto pueden aportar, en este
contexto, los abuelos y jubilados que viven cerca de una biblioteca pública o
popular, cuántos testimonios propios de un fondo oral, cuantas historias de
vida, cuántos documentos audiovisuales (hoy que todo lo antiguo tiene más valor
comercial que los nuevos objetos, sin ir más lejos los discos de vinilo, VHS, cinta
de proyector, casetes o fijarse en el precio que las fotografías antiguas
tienen en librerías “de viejo”, sin contar con artefactos desusados como
radios, televisores o proyectores cinematográficos).
Se tratan de oportunidades
que se van perdiendo, porque en el universo de las culturas orales, los libros
vivientes, cuando se van, se encienden por fuera, se hacen fuego, y al poco
tiempo, la memoria documental que los acompañó –subrayada, comentada, ligada
conceptualmente a otros textos– termina generalmente en manos de un hijo o un
nieto, quedando sus materiales prolijamente depositados en un container, a la
espera de que los cartoneros lo recojan y algún librero los adquiera, tasando
el valor “a caja cerrada”.
Un documento liberado, una
memoria embalada como un fardo, un entendimiento ignorado para siempre.
Que en algunas bibliotecas
hay buenos ejemplos de construcciones sociales es innegable, pero ciertamente
son pocos, la memoria colectiva de los pueblos se pierde si las bibliotecas no
se hacen cargo de su rol de responsabilidad social, el tan reiterado concepto
“rol social bibliotecario” que de tanto pronunciarse corre riesgo de perder
significado.
Decía que las lecturas
aumentan y que hay un contexto en el que algunos bibliotecarios elijen estar
presentes, indudablemente resultan atractivas las frases como “bibliotecas de
trincheras, comunitarias, rurales”, observar esta situación no implica asociar
una crítica, pero son pocos los que detrás de esos pronunciamientos generan
construcciones reales, documentos reales, situaciones reales de lectura y
escritura, de palabras destinadas a formar parte de un documento. En algún
punto la bibliotecología comunitaria requiere construcciones endógenas,
necesita que los conocimientos se transformen en documentos, que los
bibliotecarios ofrezcan información que los usuarios no encontrarán en otras
casas de conocimiento, he allí toda fortaleza: constituir un acervo con la
gente, ofreciendo nuestro tiempo, compartiendo experiencias.
El actual escenario se
encuentra atravesado por relatos, teorías, consejos, opiniones, exposiciones,
descripciones, revisiones…no es algo que esté bien o mal, es parte de una
realidad cuya ley no escrita nos dice que si no publicamos perecemos, una
realidad que no tiene correspondencia con el tiempo presente de quienes son
nombrados sin ser entendidos, asumiendo la tarea de interpretar para la
sociedad lo que “comprende” de dicho entendimiento, cabría analizar en tal
sentido el profundo significado del concepto otredad (porque en este caso “el
otro” es el indígena, el campesino, el extranjero, el inmigrante) y no hacer de
algunas interpretaciones verdades soberanas.
Observando el plano (si tal
acto es posible, ya que es preciso cultivar la atención) y luego de un pequeño
recorrido con la mirada, si pasamos un tamiz por las intervenciones
profesionales en contextos comunitarios, quedará en algunos casos solo buena
literatura y la sensación de que todo está por hacerse, allí nunca faltan los
análisis rigurosos, los discursos sobre la ética, las recetas profesionales, la
inevitable asociación del nombre propio con el concepto, literatura de la
literatura que descansa en algún repositorio y que ni siquiera llega a manos de
quienes son referenciados.
Este simple texto intenta
alertar sobre las posibilidades de las construcciones sociales bibliotecarias,
porque aún siguen latentes en múltiples espacios de comunicación e información,
y nos permiten cultivar un conocimiento con un rostro real intercambiando
palabras reales en lugares donde las personas puedan encontrarse.
En tal sentido creo en el
aporte de los docentes de bibliotecología, en los formadores de bibliotecarios,
quienes pueden lograr, mediante pasantías, voluntariado y colaboraciones,
recuperar aquel espíritu de los espacios sociales emergentes y espontáneos
donde la identidad se forjaba entre el bullicio, las destrezas y la memoria,
esa necesidad que como profesionales de la información debemos tener de estar
alertas y dar respuesta inmediata a la cambiante dinámica social sin intención
especulativa de por medio.
A ellos, bordadores de
tejidos invisibles, van dedicadas estas palabras.
Nota: la imagen fue recuperada
del siguiente texto:
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