lunes, 19 de octubre de 2020

Sobre la vocación

Alguna vez, estudié Letras en la Facultad de Humanidades de La Plata, hice dos años, una noche subí al tren sabiendo que no iba a volver, no me pareció tan terrible, aprecié algunas cosas, me fueron indiferentes otras, cultivé innumerables lecturas y un intento infructuoso por traducir latín. Tengo una anécdota con esta materia, y tiene que ver con la vocación, con aquello que justifica una elección, mera aproximación a una encrucijada de un tiempo que ya no vuelve.

Esto ocurrió a principios de los años 90, tenía examen, el profesor se llamaba Marcos Ruvituso, su imagen (barba, anteojos y voz gruesa), de alguna manera correspondía a la de un maestro que enseñaba una lengua muerta. Aquella tarde/noche nos había entregado las hojas del parcial, no era sencillo traducir latín, recuerdo que, para completar un texto de media carilla, nos llevaba aproximadamente treinta minutos entre 6 personas, pero al profesor lo alegraba saber que aprendíamos, era una buena persona, su semblante traducía eso, la vida feliz de alguien que hacía lo que le gustaba, y en esa actitud intuíamos un apego profundo hacia el sentido de construir socialmente un conocimiento.

El asunto es que esa noche teníamos que rendir sobre morfología de textos clásicos, y traducir una frase. Me acuerdo antes de empezar el examen haber visto un inmenso ventanal que daba a la Ciudad de la Plata, toda la ciudad cabía en esa ventana nocturna, las luces temblorosas de los departamentos parecían lejanos cuadros de Edward Hopper, el horizonte era indefinido, no se sabía donde terminaba ese crepúsculo. Todo a lo lejos titilaba.

A mi lado tenía un compañero de banco, nos deseamos suerte, después de todo éramos cerca de 20 callados estudiantes de Letras, que intentaban rendir un examen en ese cuarto aislado del viejo edificio, hasta que ocurrió una variable seguramente anhelada por muchos: se había cortado la luz, pero no solo en el edificio, en toda la ciudad de La Plata, nunca había sentido tanta oscuridad, me maravillaba saber que girando hacia mi derecha no podía ver a la persona que tenía al lado, ni siquiera podía ver mis manos.

En cuestión de segundos se escucharon en las demás aulas los lógicos chirridos de sillas y mesas y de pasos apurados saliendo hacia los pasillos, porque no había nada que hacer, y quedarse no tenía sentido. Recuerdo que por la autoridad que emanaba el profesor, nadie tuvo el gesto de arrastrar una silla, simplemente estábamos esperando que nos dijera que hacer, algo extraño considerando la situación, lo usual hubiera sido irse, sin embargo el maestro se sentó en el borde de una mesa, encendió con tranquilidad un cigarrillo (con lo cual todo el centro de atención de la clase viró hacia la esfera roja de su cigarro, logrando el efecto de un pequeño faro en medio de un oscuro océano), y fue allí que sin prisa empezó a hablar, diciendo que el contexto era propicio, la falta de luz precisamente, para contar una historia.

Entonces empezó a relatar un antiguo mito latino, sobre la importancia que significaba en la antigüedad la conservación de la luz como idea de resguardo del conocimiento y la virtud, un amparo contra la ignorancia, a todo esto, el silencio del edificio era total, ya todos los estudiantes estaban en la calle, menos nosotros, veinte alumnos y un profesor de latín contando una historia increíble en un escenario inaudito. No tengo presente que algo parecido me haya sucedido alguna vez, pero si recuerdo que al bajar las escaleras algo nacía en mi, algo que también de algún modo se perdía: si había vocación, si solo había vocación, estas cosas eran posibles.

Me acuerdo algunas circunstancias de esos dos años en que estudié Letras, ver por primera vez los perdigones de la dictadura en las paredes de la Facultad, una charla debate sobre el Borges de “las orillas”, los ensayos de Beatriz Sarlo, la escritura rabiosa de Roberto Arlt, los textos “cinematográficos” de Manuel Puig, una disertación sobre literatura francesa en un sótano con 6 o 7 alumnos, la sentencia de la profesora de literatura inglesa, desanimando a todos aquellos que estudiaban la carrera para “ser escritores”, una clase de semiótica que de tan mecánica resultaba poco valorada, como también una tarde en la Biblioteca de la Universidad, donde me encontré de casualidad con el profesor de Latín, para comentarle azorado lo que me había generado la lectura del poema “el barco ebrio” de Arthur Rimbaud, a lo que el maestro respondió de tal manera, que sentí que no tenía preparación para estar ahí, y a la vez, trasladado a un plano más amplio, que no tenía argumentación para sostener una conversación sobre literatura. Esa incomprensión de las cosas, que creía entender a mis 20 años, desistieron la idea de continuar la carrera.

Simplemente me había detenido a meditar sobre el alcance de mi propio entendimiento, moldeado por tibias abstracciones propias de un romanticismo tardío, las variables que no se correspondían con los parámetros de la formación universitaria, y a la vez cuestiones vinculadas con el sentido de la carrera, que dejaba afuera toda subjetividad, toda necesidad de interpretación.

Pero sinceramente nunca podré olvidarme de aquella clase, una noche imprecisa, mientras todo estaba en penumbras y adentro de nosotros, alguien encendía algo parecido a una luz.

Nota: algunos de los documentos publicados por Marcos Ruvituso se pueden consultar en el portal de Memoria Académica de la UNLP.

8 comentarios:

  1. Gracias por compartir esta historia; después de una vida de amorosa relación con los libros, decidí estudiar bibliotecología; estoy cursando el primer año, en La PLata. Aunque este camino recién comienza, me interesa el trabajo que realizan las bibliotecas indígenas, y el trabajo y fomento de la oralidad como legado. Infinitas gracias por su aporte.

    ResponderEliminar
  2. Te agradezco el comentario Luciana, espero que disfrutes ese camino lo más que puedas, siempre habrá algo por investigar, saludos!

    ResponderEliminar
  3. Caí de casualidad buscando el módulo del Prof. Ruvituso. Estudié griego con él y tu historia lo describe muy bien. Emana tanto respeto y aparte en las clases recuerdo que algunos hacían cada pregunta y nunca desestimaba a sus alumnos, respetaba cada pregunta y explicaba con tanta paciencia. Y el conocimiento que tiene es de otro planeta, casi como un hombre del Renacimiento. Qué casualidad que hayas escrito esto hace tan poco!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Agradezco mucho el comentario, el texto lo tenía guardado, como una forma de recordarme lo que significaba la vocación, simplemente tuve la suerte de estar ahí, de algún modo quería rescatar esa historia, pero sobre todo a ese gran profesor, es como decís, se notaba el respeto hacia los alumnos, y tenía un conocimiento fuera de lo común, me dio gusto conocerlo.
      Saludos y gracias!

      Eliminar
  4. De parvis grandis acervus erit. Ex nihilo nihil fit. Audentes fortuna iuvat. Pax et lux.
    (De las cosas pequeñas se nutren las grandes. Nada sale de la nada. La fortuna ayuda a quienes se atreven a intentarlo).

    ResponderEliminar
  5. Hermosa frase, se ajusta muy bien a lo que representaba en clase este entrañable profesor.
    Gracias por compartir!

    ResponderEliminar
  6. Me encuentro en Australia, nolstálgico, recorriendo la anácronica felicidad de haber sido tutelado por Ruvitusso en una tesis. Me encontré con esta reflexión. Espero que andes bien
    Trataré de compartirle esta reflexion al profesor.

    ResponderEliminar
  7. Muchas gracias por el comentario, quiso el destino que el profesor Marcos se pudo enterar de este texto, y nos pudimos comunicar, cada vez que miro hacia aquel tiempo pasado, me gratifica saber que fui parte de algo muy significativo, que nunca olvidaré, saludos.

    ResponderEliminar