Existe una pintura en la Galería Nacional de Oslo, Noruega,
que aún hoy despierta controversias entre los criticos de arte, se trata de El
Grito, acaso el cuadro más famoso del pintor y grabador noruego Edvard Munch
(1863-1944), cuyas obras ejercieron una influencia notable en el expresionismo
alemán de inicios de siglo XX. De esa pintura existen cuatro versiones
originales, producto de la necesidad de experimentación del pintor en un
contexto de profunda angustia existencial.
El grito presenta a una figura andrógina en primer plano,
cuyo gesto angustiado transmite una notable expresividad y fuerza psicológica,
al fondo de la imagen se pueden apreciar dos figuras con sombrero que parecen
ajenas a lo que ocurre con el protagonista de la obra, en teoría serían los dos
amigos que acompañaron a Munch en una caminata por un mirador de la colina
Ekeberg, desde donde se podía apreciar el paisaje de Oslo, experiencia que el
pintor registró en su diario en 1891:
Iba por la calle con dos amigos cuando el sol se puso. De
repente, el cielo se tornó rojo sangre y percibí un estremecimiento de
tristeza. Un dolor desgarrador en el pecho (...) Lenguas de fuego como sangre
cubrían el fiordo negro y azulado y la ciudad. Mis amigos siguieron andando y
yo me quedé allí, temblando de miedo. Y oí que un grito interminable atravesaba
la naturaleza.
Considero que son pocas las personas que se detienen largos
minutos a observar una imagen, ese bello ejercicio de sentarse a contemplar una
pintura, fijar la vista en los trazos, los contornos, la rugosidad de la tela,
la gama de colores, las distintas expresiones de los cuerpos y los objetos, el
fondo, la forma, las ondulaciones, las simetrías, los remolinos abigarrados de
tonos sombríos, la luminosidad, la opacidad, todo aquello que hace a una obra
de arte, lo que se encuentra dentro de la obra y lo que queda necesariamente
afuera, sería inabarcable discurrir teóricamente en relación a esta imagen que
ha sido incorporada en la cultura popular, muchos han querido ver en el cuadro
la condición del artista como hombre profundamente atormentado, hay motivos
para suponerlo, pero las controversias que aún subsisten tienen que ver con la
interpretación de El Grito, uno de los más viejos debates en torno a este
cuadro es si la figura grita u oye un grito, cabría suponer, por el testimonio
del autor en su diario personal, que ese rostro andrógino está oyendo un grito,
y el hecho de que las otras dos figuras parezcan ajenas a la situación nos hace
suponer que lo que escucha aquel hombre esta imbricado en un plano psicológico,
incluso se puede llegar a dirimir que la boca abierta del protagonista no emite
en realidad sonido alguno, representa la imperiosa necesidad de gritar sin
poder hacerlo.
No deja de ser una tarea fascinante, elucubrar impresiones en
torno a una interpretación que desde el punto de vista del arte cobra
dimensiones abrumadoras.
Hace tiempo, trasladando este infrecuente ejercicio a nuestra
praxis profesional (si acaso es posible establecer un vínculo filosófico entre
la interpretación icónica y la representatividad de los conceptos en
bibliotecología) que empiezo a darme cuenta -seguramente uno de tantos
descubrimientos tardíos- que las meras interpretaciones de interpretaciones,
que pueden encontrarse en el pequeño y vasto mundo de las bibliotecas, son
resultado de las escasas prácticas interdisciplinarias, con las que buscamos
vanamente ofrecer respuestas a problemáticas sociales, atravesadas por
diferentes planos, en la que cada profesión solo puede habilitar soluciones
parciales, propias de sus ejes curriculares trazados en un contexto que en
muchos casos ha ido mutando en otras necesidades, es entonces cuando pienso en
la frase del poeta británico-estadounidense Thomas Stearns Eliot, cuando dijo “no
hemos de cesar de explorar, y el fin de nuestra exploración será regresar a
donde empezamos, y conocer el lugar por primera vez”, si pudiéramos
otorgarnos un tiempo para rigurosas relecturas, así como otros eligen detenerse
horas en un cuadro, tal vez nos daríamos cuenta de la diferencia sustancial
entre interpretar entendimientos sin analizar datos originales o aportar
conceptos genuinos producto de un estudio consciente, pero para eso, es de
vital importancia poner en práctica una frase de Marc Augé, que debería estar
inscripta en las aulas de bibliotecología: "la búsqueda debe desconfiar
de la evidencia".
Sin estas prácticas lo que nos queda son prédicas balbuceadas
desde un escritorio, acaso recibidas con beneplácito por consumidores acríticos
cuyo único deseo consista en replicar lo supuestamente comprendido sin ningún
tipo de filtro.
Podríamos hablar de aproximaciones, la necesidad imperiosa de
abordar nuestras problemáticas desde un enfoque interdisciplinario, en donde no
podemos dejar de considerar la transversalidad de las ideas aplicadas desde
diferentes profesiones (y acaso para nuestro campo dirimir el alcance de la
transtextualidad en contextos áulicos), hay en esto un deseo de conformar
núcleos de conceptos que necesariamente se transformen en otra cosa, y acaso
toda esta situación tenga que ver con algunas discusiones en torno a reformar
la base educativa bajo un entendimiento multidisciplinar, en este punto se sugiere
la lectura de los conceptos de endogamia y exogamia por parte de Alejandro
Parada, un texto de bibliotecarios para bibliotecarios, de esos que no estamos
acostumbrados a recibir.
Hay conceptos intensos que requieren una apertura por parte
del docente, y que tiene una profunda relación con el conocimiento que el
alumno conserva antes de entrar al aula, en este caso la palabra experiencia cobra
valores significativos.
Hacia estas disquisiciones me ha llevado la contemplación tardía
de una soberbia pintura, en un día cuya memoria no debe olvidarse.
Fuente consultada:
Endogamia y Bibliotecología/Ciencia de la Información:
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