jueves, 27 de septiembre de 2018

Los caminos que llevan a la Iglesia de Uquía


Es realmente significativo llegar a Uquía, el tiempo parece detenerse, y todo lo que le queda al caminante es tratar de captar momentos, tal vez uno de ellos sea ingresar a su antigua iglesia, donde aún se conservan en buen estado los nueve cuadros de los ángeles arcabuceros, símbolos pictóricos de la escuela cuzqueña, con sus contornos floridos y su particular simbología.

Basta ingresar al convento para encontrar un silencio poblado de ausencias y presencias, que todo lo envuelve, un silencio acumulado de siglos, en donde lo que no ha cambiado ha sido la geografía del lugar, recorrer esas calles es de algún modo retrotraerse a una época imprecisa, realmente no parece que tuviera lugar el ejercicio de la memoria, y sin embargo todo es memoria en Uquía, enmarcada en las calles de tierra y las antiguas casas, cuyas junturas de adobe y ladrillo parecieran tener por anónima pretensión el acto de sellar el pasado y detener el presente, como si el presente fuera una prolongación de un tiempo mítico que permanentemente se va recreando entre los paisanos, un tiempo consustanciado con el silencio de los cerros y la soledad de los cardones.

Allí están los cuadros, delante de un altar tallado a mano en madera bajo láminas de oro, detenerse en ellos implica advertir detalles, como el anónimo pintor que ilustró al ángel Gabriel, sosteniendo en su mano izquierda una whipala, un sincretismo religioso que incluye expresiones propias del paganismo y la conquista española, no podemos dejar de advertir que esta construcción es de 1691, aún la noción de patria no tenía lugar ni en los sueños de quienes habitaban estas tierras.

Recuerdo la imagen de la llamada Virgen de la leche, la simple imagen de la madre María amamantando a su hijo Jesús, mientras a pocos metros se observa un cuadro de San Ignacio de Loyola, obras que durante el periodo hispánico se pintaron en toda la  zona andina, teniendo como tema pictórico la representación de ángeles vestidos a la usanza de militares españoles, ángeles armados, acaso un modo, en aquellas épocas, de infundir temor entre los nativos.

Hubo algo que me llamó la atención dentro de la iglesia de Uquía, en un determinado momento, luego de largos minutos contemplando a los ángeles arcabuceros, advertí que al final del pasillo se abría una puerta del lado derecho, absolutamente en penumbras, hasta allí llegaban los turistas, ya que solo podían asomarse sin ver absolutamente nada, con lo cual optaban por retirarse, fue allí que sin ningún otro motivo que la curiosidad, ingresé a ese recinto y me quedé el tiempo suficiente  hasta acostumbrar la vista a la oscuridad, imposible explicar ese silencio, cargado de meditación, de una atmósfera grave en el que daba la sensación de que alguien estuviese por aparecer, luego de varios minutos de estar a oscuras, la imagen de una inmensa cruz se hizo nítida a pocos metros, una cruz imposible de ver desde afuera, que por algún motivo no se muestra dentro de la iglesia, alcanzan unos minutos para empezar a percibir cierta claridad, y advertir con algún esfuerzo un espacio con elementos propios de la meditación y la liturgia, bancos, atriles, velas, telares. Salí de la iglesia pensando cuántos estuvieron allí, a lo largo de épocas inmemoriales, llegando desde los cerros lejanos, monjes que impartiendo temor y reverencia entre los paisanos, hombres de la tierra que tuvieron por destino unir creencias en contextos desolados.


Caminar por las calles del pueblo implica perderse en los márgenes del tiempo, todo es identidad que se expresa en calma, desde las niñas y niños que ofrecen sus coplas hasta el taxista que cuenta que cuando va a pescar hace un hoyo en la tierra para pedir permiso a la pachamama, y sorprende saber que el muchacho que prepara tamales en una posada es uno de los diablos disfrazados en el carnaval, en donde, nos dice, “somos otro” mientras dura la celebración, bajando del cerro luego del desentierro, danzando y mascando coca hasta que la noche lo cubre sin manto alguno.

También es posible encontrar señales en las costumbres de quienes caminan al costado de los senderos, formando mojones con piedras de colores, montículos de memoria cuyas rocas marcan en silencio un sentido de pertenencia, y es para pensar cómo el silencio del contexto pasa a ser lentamente tu silencio, como es inevitable detenerse en ese tránsito, como todo es experiencia que cobra sentido al andar, saludar al que vuelve como si lo conociéramos de algún lado.

Vaya destino el de los uqueños, porque pueden escucharse a sí mismos, y es probable que solo en esas instancias se puedan pensar cosas trascendentes.

Versión para El Orejiverde
http://www.elorejiverde.com/el-don-de-la-palabra/4507-los-caminos-que-llevan-a-la-iglesia-de-uquia

2 comentarios:

  1. Profundas las descripciones, hermosas... Pude imaginarme la cruz en el cuarto y pude escuchar cientos de voces en esos silencios.
    Los hombres de ciudad tienen tanto que aprender... Pero si tan sólo buscaran al menos unos minutos de silencio para conectar con su interior y con su entorno en contemplativa calma, podrían asemejarse a los uqueños, y al descubrir los pensamientos trascendentales que pueden llegar a concebir, tal vez esos instantes se vuelvan necesidad, se vuelvan alimento... Y podremos, evolutivamente, subir un escalón.
    Gracias.

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  2. Muchas gracias por el comentario, ciertamente en Uquía el silencio tiene tanto valor como los andares, un gusto haber estado ahí.
    Saludos.

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