Es realmente significativo llegar a Uquía, el tiempo parece
detenerse, y todo lo que le queda al caminante es tratar de captar momentos,
tal vez uno de ellos sea ingresar a su antigua iglesia, donde aún se conservan
en buen estado los nueve cuadros de los ángeles arcabuceros, símbolos
pictóricos de la escuela cuzqueña, con sus contornos floridos y su particular
simbología.
Basta ingresar al convento para encontrar un silencio poblado de
ausencias y presencias, que todo lo envuelve, un silencio acumulado de siglos,
en donde lo que no ha cambiado ha sido la geografía del lugar, recorrer esas
calles es de algún modo retrotraerse a una época imprecisa, realmente no parece
que tuviera lugar el ejercicio de la memoria, y sin embargo todo es memoria en
Uquía, enmarcada en las calles de tierra y las antiguas casas, cuyas junturas
de adobe y ladrillo parecieran tener por anónima pretensión el acto de sellar
el pasado y detener el presente, como si el presente fuera una prolongación de
un tiempo mítico que permanentemente se va recreando entre los paisanos, un
tiempo consustanciado con el silencio de los cerros y la soledad de los
cardones.
Allí están los cuadros, delante de un altar tallado a mano en
madera bajo láminas de oro, detenerse en ellos implica advertir detalles, como
el anónimo pintor que ilustró al ángel Gabriel, sosteniendo en su mano
izquierda una whipala, un sincretismo religioso que incluye expresiones propias
del paganismo y la conquista española, no podemos dejar de advertir que esta
construcción es de 1691, aún la noción de patria no tenía lugar ni en los
sueños de quienes habitaban estas tierras.
Recuerdo la imagen de la llamada Virgen de la leche, la simple
imagen de la madre María amamantando a su hijo Jesús, mientras a pocos metros
se observa un cuadro de San Ignacio de Loyola, obras que durante el periodo
hispánico se pintaron en toda la zona andina, teniendo como tema
pictórico la representación de ángeles vestidos a la usanza de militares
españoles, ángeles armados, acaso un modo, en aquellas épocas, de infundir
temor entre los nativos.
Hubo algo que me llamó la atención dentro de la iglesia de
Uquía, en un determinado momento, luego de largos minutos contemplando a los
ángeles arcabuceros, advertí que al final del pasillo se abría una puerta del
lado derecho, absolutamente en penumbras, hasta allí llegaban los turistas, ya
que solo podían asomarse sin ver absolutamente nada, con lo cual optaban por
retirarse, fue allí que sin ningún otro motivo que la curiosidad, ingresé a ese
recinto y me quedé el tiempo suficiente
hasta acostumbrar la vista a la oscuridad, imposible explicar ese
silencio, cargado de meditación, de una atmósfera grave en el que daba la
sensación de que alguien estuviese por aparecer, luego de varios minutos de
estar a oscuras, la imagen de una inmensa cruz se hizo nítida a pocos metros,
una cruz imposible de ver desde afuera, que por algún motivo no se muestra
dentro de la iglesia, alcanzan unos minutos para empezar a percibir cierta
claridad, y advertir con algún esfuerzo un espacio con elementos propios de la
meditación y la liturgia, bancos, atriles, velas, telares. Salí de la iglesia
pensando cuántos estuvieron allí, a lo largo de épocas inmemoriales, llegando
desde los cerros lejanos, monjes que impartiendo temor y reverencia entre los
paisanos, hombres de la tierra que tuvieron por destino unir creencias en
contextos desolados.
Caminar por las calles del pueblo implica perderse en los
márgenes del tiempo, todo es identidad que se expresa en calma, desde las niñas
y niños que ofrecen sus coplas hasta el taxista que cuenta que cuando va a
pescar hace un hoyo en la tierra para pedir permiso a la pachamama, y sorprende
saber que el muchacho que prepara tamales en una posada es uno de los diablos
disfrazados en el carnaval, en donde, nos dice, “somos otro” mientras dura la
celebración, bajando del cerro luego del desentierro, danzando y mascando coca
hasta que la noche lo cubre sin manto alguno.
También es posible encontrar señales en las costumbres de
quienes caminan al costado de los senderos, formando mojones con piedras de
colores, montículos de memoria cuyas rocas marcan en silencio un sentido de
pertenencia, y es para pensar cómo el silencio del contexto pasa a ser
lentamente tu silencio, como es inevitable detenerse en ese tránsito, como todo
es experiencia que cobra sentido al andar, saludar al que vuelve como si lo
conociéramos de algún lado.
Vaya destino el de los uqueños, porque pueden escucharse a sí
mismos, y es probable que solo en esas instancias se puedan pensar cosas
trascendentes.
Versión para El Orejiverde